25 – Diciembre. Natividad Del Señor
Opus Dei |
Evangelio según san Lucas 2,1-14
En aquellos días se promulgó un
edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer
empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a
inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de
David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada
Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y
cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su
hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no
había lugar para ellos en el aposento.
Había unos pastores por aquellos
contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la
noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor
los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo:
De pronto apareció junto al ángel
una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a
Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres en los que Él se
complace».
Comentario
El feliz anuncio a los pastores
sigue resonando en nuestros oídos, año tras año, sin que lleguemos a
acostumbrarnos. Nuestro corazón se llena de nuevo de alegría al escuchar el
relato del nacimiento del Hijo de Dios, como si fuera la primera vez. El viaje
de Nazaret a Belén, María a punto de dar a luz, José en busca de un lugar para
el parto, el Niño que nace, los pañales y el pesebre, el anuncio a los
pastores, y su apresurada visita. Todo parece nuevo en esta nueva Navidad.
San Lucas encuadra el nacimiento
de Jesús dentro de la historia del mundo. El emperador Augusto había logrado
instaurar en sus enormes dominios un largo periodo de paz, conocida como
la Pax Augusta, pero fue después de muchas guerras, de muchos
sometimientos, de mucha esclavitud. Por eso, aquel “primer empadronamiento”
podía parecer un gesto de orgullo por parte de la autoridad, pero de ello se
sirvió Dios para que se cumplieran las Escrituras, pues estaba escrito por
medio del Profeta que en Belén de Judá había de nacer el Mesías (cf. Mt 2,5). El
viaje de José con su esposa encinta, no exento de riesgos, era un acto de
obediencia humana, pero sirvió de cauce para que María y José obedecieran a
Dios, plenamente confiados en que todo saldría bien. Probablemente, José pasó
por el agobio ante la dificultad para encontrar el lugar más apropiado para
aquel virginal alumbramiento. Pero su fortaleza, serenidad y confianza en Dios
se impusieron para que María pudiese dar a luz “a su hijo primogénito”, “el
primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8,29), en un lugar aparentemente
poco apropiado para Dios, un pesebre, un rincón desconocido de una de las
provincias de ese gran imperio. Pero la diligencia de José y la presencia de
María convirtieron aquel pobre lugar en el más digno no solo de aquel imperio sino
de toda la tierra. Hasta los animales de aquel establo participaban de aquel
prodigio: “Conoce el buey a su amo, y el asno, el pesebre de su dueño”, dice el
profeta Isaías.
Pero de pronto, el cielo se abre,
la gloria de Dios es incontenible, y se manifiesta no a los grandes de la
tierra sino a unos pastores. Eran hombres quizá rudos, poco valorados en
aquella sociedad, pero fueron los elegidos por Dios para ser testigos directos
del gran acontecimiento. Quedaron deslumbrados y atemorizados por el anuncio que
venía del ángel, y por la muchedumbre de la corte celestial que alababa a Dios.
Conocerían quizá las profecías que hablaban del Mesías que había de nacer en la
ciudad de David: “Pero tú, Belén Efrata, aunque tan pequeña entre los clanes de
Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en Israel” (Miqueas 5,2). Sin
embargo, no podían imaginar que aquella noche, en aquellos contornos que ellos
tan bien conocían por su trabajo, iba a cumplirse aquella divina promesa. Dios
los miró con complacencia por su buena voluntad, por su condición humilde.
Superado el temor inicial ante tan inesperada visita, se llenaron de una
alegría y paz que jamás habían experimentado. Se cumplieron en ellos las
palabras del profeta que escuchamos en la primera lectura de la misa de esta
noche: “Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría” (Isaías 9,2).
Para poder participar del gozo
del nacimiento del Salvador, necesitamos mirar a María y a José, a los
pastores, y admirarnos como lo haría un niño, lleno de asombro. Iremos también
nosotros a adorar al Niño y aprenderemos las lecciones de la “cátedra de
Belén”, como le gustaba a San Josemaría referirse a este misterio. Quizá la
lección que más hay que aprender hoy es la humildad, la de saberse pequeños
delante de Dios, y así se cumplirán en nosotros las palabras de Jesús dirigidas
a sus discípulos: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me
recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado” (Mc
9,37). Hoy el niño es Jesús, el enviado del Padre. Acojámosle.
Josep Boira
Fuente: Opus Dei