28 – Enero. Viernes. Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia
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Evangelio
según san Marcos 4, 26-34
Y decía: «El
reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él
duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin
que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos,
luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete
la hoz, porque ha llegado la siega». Dijo también: «¿Con qué podemos
comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de
mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después
de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan
grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra». Con muchas
parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo
se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en
privado.
Comentario
El Reino de
Dios es una simiente pequeña que crece, con un ritmo propio, madurando, hasta
hacerse espiga rebosante, árbol frondoso donde surge la vida.
Con estas dos
parábolas el Señor nos anima a confiar en Él, y no en nosotros mismos, en
nuestras fuerzas, en nuestros éxitos.
Es Él quien da
el incremento, quién dentro de nosotros, nos hace madurar hasta hacer de
nuestra vida un árbol frondoso que da sombra apacible a quien viene a nuestro
lado.
Acoger el
Reino de Dios es, así, acoger algo que no entra en nuestra lógica, en nuestro
modo de pensar cómo funcionan las cosas. Tiene su lógica propia, su fuerza
intrínseca. Va más allá de nuestros esquemas, dimensiones y medidas.
Porque empieza
por lo pequeño.
Como
Jesucristo, que se hizo pequeño, niño en los brazos de una madre. Él es la
simiente caída en tierra, que muere y da fruto abundante. Él es el único que
puede salvar a aquellos que se ponen a su lado, el único que nos hace crecer y
madurar.
La vida de un
cristiano no es la vida de alguien que hace cosas grandiosas por sí mismo, del
aplauso, del éxito inmediato. Más bien, comienza con una pequeña simiente, cuya
fecundidad depende de la unión con Cristo. Él nos espera en lo pequeño de
nuestro día a día.
Como recordaba
san Josemaría, “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (…) Os aseguro, hijos míos,
que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las
acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 114 y 116).
Se trata de
confiar, de dar un salto a la confianza en la potencia de Dios.
El mundo no lo
salva quien hace todo correctamente, organizado, programado, sino personas,
como los santos, que saben ir al paso de Dios, dejándole entrar en las
pequeñeces de nuestra vida, fiándonos de que allí hace grandezas.
Luis Cruz
Fuente: Opus
Dei





