La Oficina de Prensa del Vaticano publicó, este lunes 24 de enero, el mensaje del Papa Francisco para la 56° Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que se celebrará el próximo 29 de mayo de 2022
Papa Francisco. Crédito: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
A continuación el texto del Santo
Padre, titulado “Escuchar con los oídos del corazón”:
Queridos hermanos y hermanas:
El año pasado reflexionamos sobre
la necesidad de “ir
y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la
experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas.
Siguiendo en esta línea, deseo
ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la
gramática de la comunicación y
condición para un diálogo auténtico. En efecto, estamos perdiendo la capacidad
de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones
cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida
civil.
A un ilustre médico, acostumbrado
a curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los
seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”.
Es un deseo que a menudo
permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser
educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y
los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la
información y cuantos prestan un servicio social o político.
Escuchar con los oídos del
corazón
En las páginas bíblicas
aprendemos que la escucha no sólo posee el significado de una percepción
acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios
y la humanidad. «Shema’ Israel - Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer
mandamiento de la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto
que San Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17).
Efectivamente, la iniciativa es
de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta
escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que
responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos,
parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es
menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más
libre.
La escucha corresponde al estilo
humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que,
hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor.
Dios ama al hombre: por eso le
dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo. El hombre, por el
contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los
oídos” para no tener que escuchar.
El negarse a escuchar termina a
menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los
oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos
juntos contra él (cf. Hch 7,57). Así, por una parte está Dios, que siempre se
revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le
pide que se ponga a la escucha.
El Señor llama explícitamente al
hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es:
imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar
espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus
discípulos que verifiquen la calidad de su escucha: «Presten atención a la
forma en que escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de haberles
contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta escuchar, sino
que hay que hacerlo bien.
Solo da frutos de vida y de
salvación quien acoge la Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la
custodia fielmente (cf. Lc 8,15).
Solo prestando atención a quién
escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de
comunicar, cuyo centro no es una teoría o una técnica, sino la «capacidad del
corazón que hace posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171).
Todos tenemos oídos, pero muchas
veces incluso quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a los demás.
Existe realmente una sordera interior peor que la sordera física. La escucha,
en efecto, no tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino con toda la
persona. La verdadera sede de la escucha es el corazón.
El rey Salomón, a pesar de ser
muy joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un
corazón capaz de escuchar» (1 Re 3,9). Y San Agustín invitaba a escuchar con el
corazón (corde audire), a acoger las palabras no exteriormente en los oídos,
sino espiritualmente en el corazón: «No tengan el corazón en los oídos, sino
los oídos en el corazón».[1] Y San Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a
«inclinar el oído del corazón».[2]
La primera escucha que hay que
redescubrir cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí
mismo, de las propias exigencias más verdaderas, aquellas que están inscritas
en lo íntimo de toda persona. Y no podemos sino escuchar lo que nos hace únicos
en la creación: el deseo de estar en relación con los otros y con el Otro. No
estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.
La escucha como condición de la
buena comunicación
Existe un uso del oído que no es
verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una
tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales,
parece haberse agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar,
instrumentalizando a los demás para nuestro interés.
Por el contrario, lo que hace la
comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de quien
tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos acercamos con
apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente, la falta de
escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente
también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo
que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que
la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento
a la audiencia.
La buena comunicación, en cambio,
no trata de impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a
ridiculizar al interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y
trata de hacer que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste
cuando, también en la Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha
desaparece y su lugar lo ocupan contraposiciones estériles.
En realidad, en muchos de
nuestros diálogos no nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando
que el otro termine de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas
situaciones, como señala el filósofo Abraham Kaplan,[3] el diálogo es un
“duálogo”, un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio,
tanto el tú como el yo están “en salida”, tienden el uno hacia el otro.
Escuchar es, por tanto, el primer
e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación. No se
comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen periodismo sin la
capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida, equilibrada y
completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo.
Para contar un evento o describir
una realidad en un reportaje es esencial haber sabido escuchar, dispuestos
también a cambiar de idea, a modificar las propias hipótesis de partida. En
efecto, solamente si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de
voces que es garantía de una verdadera comunicación.
Escuchar diversas fuentes, “no
conformarnos con lo primero que encontramos” —como enseñan los profesionales
expertos— asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos.
Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre
hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que
aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de
voces. Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que requiere la escucha?
Un gran diplomático de la Santa
Sede, el Cardenal Agostino Casaroli, hablaba del “martirio de la paciencia”,
necesario para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los
interlocutores más difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible en
condiciones de limitación de la libertad.
Pero también en situaciones menos
difíciles, la escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la
capacidad de dejarse sorprender por la verdad — aunque sea tan sólo un
fragmento de la verdad— de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro
permite el conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira
el mundo que lo rodea con los ojos muy abiertos.
Escuchar con esta disposición de
ánimo —el asombro del niño con la consciencia de un adulto— es un
enriquecimiento, porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo
aprender del otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de escuchar a la
sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia.
Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información oficial” ha
causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más difícil hacer
creíble y transparente el mundo de la información.
Es preciso disponer el oído y
escuchar en profundidad, especialmente el malestar social acrecentado por la
disminución o el cese de muchas actividades económicas. También la realidad de
las migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista
para resolverlo.
Repito que, para vencer los
prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de nuestros corazones,
sería necesario tratar de escuchar sus historias, dar un nombre y una historia
a cada uno de ellos. Muchos buenos
periodistas ya lo hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran.
¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas historias!
Después, cada uno será libre de
sostener las políticas migratorias que considere más adecuadas para su país.
Pero, en cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o invasores
peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas,
esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres que hay que escuchar.
Escucharse en la Iglesia
También en la Iglesia hay mucha
necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que
podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que
el servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el oyente por
excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con
los oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios».[4]
El teólogo protestante Dietrich
Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que se debe prestar
a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al
hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios.[5] En la acción pastoral, la
obra más importante es “el apostolado del oído”.
Escuchar antes de hablar, como exhorta
el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento
para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar
a las personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso
sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión
no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la
escucha recíproca entre hermanos y hermanas.
Como en un coro, la unidad no
requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces,
polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces
y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el
compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de
las voces.
Conscientes de participar en una
comunión que nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia
sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de
los demás como un don, para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu
Santo compone.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de
enero de 2022, Memoria de san Francisco de Sales.
FRANCISCO
Fuente: ACI Prensa