A veces, es inspirador y sanador contar las propias experiencias
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Durante el tiempo en que viví en
Francia, por allá, a fines de los años 70, tuve la invaluable oportunidad de
acudir en peregrinación con el grupo que salía de la ciudad de Toulouse,
donde residía. A partir de ese momento, mi percepción de lo ocurrido en ese
lugar cambió completamente. Para mí, Lourdes era un icono como sitio de
oración, al que todo católico debería visitar alguna vez en la vida.
Siendo muy joven, nunca me
planteé buscar allí sanación física. También pensaba en Lourdes como la gruta
tantas veces visitada por generaciones enteras de abuelas de la familia y mi
curiosidad por conocerla crecía a medida que esas ancianas sabias me relataban
de niña los prodigios que habían oído ocurrían allí.
El primer impacto
Corría el año 1975. Hacía frío.
Acompañando nuestra delegación iba Monseñor Jean Guyot, Arzobispo de
Toulouse, al que tiempo antes había tenido el placer de conocer.
Una vez llegados a Lourdes, nos
unimos a una procesión que me pareció gigantesca. Nunca había visto nada igual.
Una auténtica lengüeta de luz llenaba varios kilómetros. Digo de luz pues cada
uno llevaba su vela encendida, protegida por una especie de brisera que impedía
al candil apagarse por el soplo del viento nocturno. Me maravilló la intensa
atmósfera de fe y respeto que envolvía aquella marea humana que se dirigía a la
gruta y en la cual yo, literalmente encandilada, participaba. Hasta este punto,
era una procesión como cualquier otra, aunque de dimensiones
considerables.
Al día siguiente, las gráficas de
primera página de los diarios recogían la impactante multitud que semejaba un
caudaloso y largo río vestido de plata debido a los reflejos de las miles de
velas encendidas.
Pero hubo algo que comencé a
notar y fue lo que más me sorprendió. Cada grupo de personas que iban llegando,
naturalmente, se anexaba al grupo de quienes hablaban su idioma. En mi
caso, ya que acompañaba al grupo francés, permanecí con ellos. Pero mayormente
la gente se agrupaba para ir rezando el Rosario de acuerdo a su lengua. Por
ello, cada grupo era muy nutrido.
La derrota de la Torre de Babel
Y, de repente, algo impresionante
escucharon mis oídos: en lugar de rezo aquello sonaba como un canto
hermosísimo, una melodía celestial entonada por todos nosotros, tanto por
quienes guiaban como por quienes respondían a la oración. No había nada
que desentonara, nada discordante que pareciera un caos lingüístico.
Aunque, poéticamente, la oración pueda ser música a los oídos divinos, esto que
escuchaba no era rezo, era claramente un acompasado y sólido canto.
Allí, la Torre de Babel fue
derrotada por un sonido sublime. Era electrizante. De toda esa inmensa masa de
personas rezando lo mismo en tan distintos y numerosos idiomas, no había
nada disonante sino que emergía una canción perfectamente afinada, como si
estuviera entregando un regalo único a la Virgen. Tal parecía que Ella dirigía
aquel increíble coro. Permanecí, al compás general, recitando
mecánicamente las cuentas del Rosario pues mi mente intentaba, sin éxito, descifrar
lo que estaba escuchando.
Nunca he vuelto a vivir nada
parecido.
Una atmósfera electrizante
Una vez dentro de la inmensa
basílica, por las decenas de puertas iba entrando el gentío. Una vez
repleta de la expectante feligresía, comenzó la ceremonia. Perdí la cuenta de
cuántos sacerdotes, obispos y arzobispos caminaban en la procesión hasta el
altar. Ciertamente, una de las celebraciones más solemnes y numerosas que he
visto…y he visto bastantes. Otra vez aquella atmósfera de intensa fe que
impedía la más mínima distracción. Algo electrizante. Aún me sobrecoge recordar
aquél ambiente.
Antes, había desfilado un número
indeterminado de enfermos que avanzaban hacia los primeros puestos, muchos de
ellos en camillas, ayudados por los voluntarios de Lourdes, debidamente
ataviados con sus uniformes y distintivos, siempre solícitos, pendientes de los
enfermos.
En los rostros de aquellos que
sufrían no se percibía pesimismo ni resignación; todo lo contrario, más bien
parecían inspirados y esperanzados llegando a la Eucaristía, al pie de la
Virgen. Otro de los momentos en que mi alma se estremeció ante tanta
manifestación de confianza en la Providencia. Éramos una real Asamblea de
creyentes orando juntos, enfermos y sanos.
El “Effetá” de nuestros tiempos
Al terminar la Misa, fuimos a la
gruta. Estando allí, observaba atónita los cientos de gafas –espejuelos,
anteojos- que colgaban a los lados de la imagen de Nuestra Señora de Lourdes,
los cientos de miles de muletas, todo dejado allí, apretado por la falta de
espacio, en testimonio de gratitud a la Virgen por los milagros obrados en esas
personas para recobrar su salud. Allí asumí, por primera vez, la
verdadera dimensión de la presencia y significado de la Virgen de Lourdes en la
vida de tantas personas. Era como ver los milagros sin haberlos presenciado.
Eran muletas y gafas viejas,
desgastadas, que hablaban de seres humanos humildes y sufrientes por
muchos años quienes, una vez curados, dejaban la prueba de su enfermedad allí,
como para que otros fueran partícipes de su curación.
Ciegos, paralíticos, entre otros
desdichados, acudían a la gruta con fe inquebrantable en que sus aguas los
curarían. Y así fue. Ignoro cuántos habrán ido hasta allá sin obtener lo que
pedían. Los designios de Dios son inescrutables para nosotros. Pero esos
testimonios dejaban constancia de la inmensa cantidad de gente que sí fue
regalada con el don de la salud. Fueron muchos quienes escucharon el “¡Effetá!”
que les permitió abrirse a una vida más nueva, más digna y plena. Un regalo de Jesús
por la intercesión de su amada Madre.
“¡Puede hablar!”
Aún me quedaba algo más por ver.
En realidad no lo ví, lo escuché.
Aún alucinando en aquella gruta,
sentí un alboroto muy cerca. Inmediatamente caminé hacia el grupo que rodeaba a
un señor quien gritaba a todo el que lo quisiera oír: “¡Puede hablar!”, frase
que repetía poseído por una emoción incontenible. Por fin, alguien
explicó lo ocurrido: había traído a su hija sorda y muda la cual, al salir de
las aguas de aquel santo lugar, llamaba a su padre con voz nítida y fuerte.
No puedo, por supuesto, decir que
vi directamente el fenómeno; tampoco que conocía aquella historia. Pero todos
los que presenciaron el hecho estaban igualmente estupefactos. Todo el mundo se
puso a rezar acompañando a aquél padre en su alegría, dando gracias al Cielo.
Es lo más cerca que he estado de
un milagro. Me refiero a milagros de ese tenor. Porque milagros cotidianos de
gran calibre los tenemos día a día, en nuestras familias, comunidades y países
donde la gente lucha por su dignidad, confiando en el Señor y donde la
solidaridad se manifiesta hacia los enfermos y desposeídos.
De hecho, eran milagros aquellos
rostros que vi en Lourdes de enfermos esperanzados, llenos de profunda fe
llegando a la Virgen buscando la sanación de sus cuerpos. Porque su alma ya iba
sana. La mía, ganó en fortaleza y madurez.
Macky Arenas
Fuente: Aleteia