24 – Abril. II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
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Evangelio según san Juan 20,
19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de
los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los
otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si
no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de
los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos
en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido
escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que,
creyendo, tengáis vida en su nombre.
Comentario
El domingo de Resurrección Jesús
se manifestó a los discípulos, que estaban recluidos por temor, para llenarlos
de alegría y enviarlos a anunciar la Buena Noticia como el Padre lo envío a Él.
El Señor les muestra sus llagas gloriosas como pruebas palpables de su triunfo
y les desea la paz, que es “el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos
después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos –explica el Papa
Francisco−. Es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el
fruto del perdón”[1].
El Evangelio de este segundo
domingo del Tiempo de Pascua cuenta que el discípulo Tomás no estaba con
los otros en aquella ocasión. Cuando regresa, no cree en el testimonio jubiloso
de todos: “¡Hemos visto al Señor!”. Lo achaca quizá a una experiencia interna o
a un desvarío colectivo. Tomás exige algo más que el testimonio apostólico y
pide signos evidentes para creer y cambiar de vida. Al domingo siguiente, Jesús
volvió a mostrarse. “Quizá tú también escuches en este momento el reproche
dirigido a Tomás –escribió san Josemaría−: mete aquí tu dedo, y registra
mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino
fiel; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel
grito: ¡Señor mío y Dios mío!, te reconozco definitivamente por Maestro, y
ya para siempre —con tu auxilio— voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré
en seguirlas con lealtad”[2].
En este domingo de la Divina
Misericordia, comentaba el Papa Francisco: “entrando en el misterio
de Dios a través de las llagas comprendemos que la misericordia no es una
entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces,
como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes,
sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor”[3].
Es natural que sintamos el anhelo
de Tomás −querer ver y palpar a Jesús−, porque conocemos a través de nuestros
sentidos corporales. Por eso nos preguntamos con el Papa, “¿cómo saborear este
amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el
Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19),
lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar
los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse
perdonar”[4].
También podemos sentir como
dirigida a nosotros la última bienaventuranza que pronunció Jesús en la tierra,
provocada por el desconfiado Tomás: “Bienaventurados los que sin haber visto
hayan creído”. La fe, la confianza en Dios sin pruebas llamativas, es una
dicha, un don que hemos de pedir humildemente: “¡auméntanos la fe!” (Lc 17,5).
Es un regalo que hemos de cultivar y practicar con obras diarias, porque “el
que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que
éstas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que
el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14). Por eso decía san
Josemaría, “Dios es el de siempre. −Hombres de fe hacen falta: y se renovarán
los prodigios que leemos en la Santa Escritura”[5].
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, 145.
[3] Papa Francisco, Homilía, Misa 2 Domingo de Pascua 2018.
[4] Ibidem.
[5] San Josemaría, Camino, 586.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei