3 – Abril. V Domingo de Cuaresma
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Evangelio según san Juan 8, 1-11
Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«El que esté
sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez,
siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se
incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha
condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te
condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Comentario
En este tiempo de conversión que
es la Cuaresma, la Iglesia nos invita a contemplar una escena del evangelio de
Juan en la que unos hombres expertos en la interpretación de la ley le
preguntan a Jesús qué deben hacer con una mujer sorprendida en adulterio, un
pecado que en la ley de Moisés estaba castigado con la pena de lapidación.
La pregunta que hacen a Jesús le
plantea un dilema difícil de resolver. Debe optar entre atenerse a la justicia
y dictar sentencia de muerte, o violar la ley. La escena es profundamente
dramática. La vida de aquella mujer depende de la decisión de Jesús, pero
también está en juego la propia vida de Jesús, que puede ser acusado de incitar
a una grave transgresión de lo mandado, restando importancia ante los ojos de
todo el pueblo a los preceptos de la ley divina.
Aquellos personajes fingen tener
una deferencia con Jesús, reconociendo aparentemente su autoridad moral, para
atraparlo en sus palabras y luego juzgarlo duramente por ellas. Pero el maestro
desenmascara su hipocresía, con calma, sin alterarse. Mientras los escucha, se
pone a escribir con su dedo en el suelo. Este gesto muestra a Cristo como el
Legislador divino, ya que, según dice la Escritura, Dios escribió la ley con su
dedo en unas tablas de piedra (Ex 31,18). Jesús, por tanto, es el
Legislador, es la Justicia en persona.
Jesús no viola la ley, pero no
quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo
que estaba perdido. Su sentencia es justa e inapelable: “El que de vosotros
esté sin pecado que tire la piedra el primero” (v.7). “Mirad qué respuesta tan
llena de justicia, de mansedumbre y de verdad –comenta admirado San Agustín–.
¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: “Cúmplase la Ley,
que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a
aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior
y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá
obligado a confesarse pecador”[1]. Como explica
Benedicto XVI, las palabras de Jesús “están llenas de la fuerza de la verdad,
que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una
justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo
precepto (cf. Rm 13,8-10)”[2].
Llama la atención la reacción del
Maestro, que es la Justicia en persona. En ningún momento salen de su boca
palabras de condena, sino de perdón y misericordia, con una suavidad que invita
amablemente a convertirse: “Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no
peques más”. Dios no quiere el pecado y sufre por él, pero tiene paciencia y es
compasivo.
Jesús no quiere nunca el mal.
Sólo desea el bien y la vida. Por eso, con su gran misericordia, instituyó el
sacramento de la Reconciliación para que nadie se pierda, sino al contrario,
para que todos podamos encontrar el perdón que necesitamos, por grandes que
hayan sido nuestras faltas. “No olvidemos esta palabra –nos dice el Papa
Francisco−: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. […] El problema es que nosotros
[…] nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca.
Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso
con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con
todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la
Misericordia de Dios hecha hombre”[3].
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei