3.4.22

EVANGELIO DEL DÍA

3 – Abril. V Domingo de Cuaresma

Misioneros digitales católicos MDC

Evangelio según san Juan 8, 1-11

Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

 Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: 

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: 

«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. 

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. 

Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». 

Comentario

En este tiempo de conversión que es la Cuaresma, la Iglesia nos invita a contemplar una escena del evangelio de Juan en la que unos hombres expertos en la interpretación de la ley le preguntan a Jesús qué deben hacer con una mujer sorprendida en adulterio, un pecado que en la ley de Moisés estaba castigado con la pena de lapidación.

La pregunta que hacen a Jesús le plantea un dilema difícil de resolver. Debe optar entre atenerse a la justicia y dictar sentencia de muerte, o violar la ley. La escena es profundamente dramática. La vida de aquella mujer depende de la decisión de Jesús, pero también está en juego la propia vida de Jesús, que puede ser acusado de incitar a una grave transgresión de lo mandado, restando importancia ante los ojos de todo el pueblo a los preceptos de la ley divina.

Aquellos personajes fingen tener una deferencia con Jesús, reconociendo aparentemente su autoridad moral, para atraparlo en sus palabras y luego juzgarlo duramente por ellas. Pero el maestro desenmascara su hipocresía, con calma, sin alterarse. Mientras los escucha, se pone a escribir con su dedo en el suelo. Este gesto muestra a Cristo como el Legislador divino, ya que, según dice la Escritura, Dios escribió la ley con su dedo en unas tablas de piedra (Ex 31,18). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona.

Jesús no viola la ley, pero no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido. Su sentencia es justa e inapelable: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero” (v.7). “Mirad qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad –comenta admirado San Agustín–. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo habéis oído: “Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a confesarse pecador”[1]. Como explica Benedicto XVI, las palabras de Jesús “están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13,8-10)”[2].

Llama la atención la reacción del Maestro, que es la Justicia en persona. En ningún momento salen de su boca palabras de condena, sino de perdón y misericordia, con una suavidad que invita amablemente a convertirse: “Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más”. Dios no quiere el pecado y sufre por él, pero tiene paciencia y es compasivo.

Jesús no quiere nunca el mal. Sólo desea el bien y la vida. Por eso, con su gran misericordia, instituyó el sacramento de la Reconciliación para que nadie se pierda, sino al contrario, para que todos podamos encontrar el perdón que necesitamos, por grandes que hayan sido nuestras faltas. “No olvidemos esta palabra –nos dice el Papa Francisco−: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. […] El problema es que nosotros […] nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre”[3].

[1] San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5.
[2] Benedicto XVI, Ángelus 21 de marzo de 2010.
[3] Francisco, Ángelus 17 de marzo de 2013.

Francisco Varo 

Fuente: Opus Dei


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