Este domingo 24 de abril, el Papa Francisco presidió la Misa del Domingo de la Divina Misericordia de forma pública en la Basílica de San Pedro, algo que no ocurría desde hace dos años debido a las restricciones de la pandemia
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Aciprensa |
A continuación, la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
Hoy el Señor resucitado se
aparece a los discípulos y, a ellos, que lo habían abandonado, les ofrece su
misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están
acompasadas por un saludo, que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy:
«¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). ¡La paz esté con ustedes! Es el
saludo del Resucitado, que sale al encuentro de toda debilidad y error humano.
Sigamos los tres ¡la paz esté con ustedes! de Jesús, en ellos descubriremos
tres acciones de la divina misericordia en nosotros. Ésta sobre todo da
alegría, luego suscita el perdón, y finalmente consuela en la fatiga.
En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirnos perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos vieron a Jesús y escucharon por primera vez que les decía ¡la paz esté con ustedes!, se alegraron (cf. v. 20). Estaban encerrados en la casa por el miedo, pero también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro, que habían huido en el momento de su arresto. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno del grupo —¡uno de ellos! — había sido el traidor. Tenían motivos para sentirse no sólo atemorizados, sino fracasados, pusilánimes.
Es cierto que
en el pasado habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con
entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se había desmoronado;
el miedo había prevalecido y habían cometido el gran pecado de dejar solo a
Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos
para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más grande entre ellos.
Ahora se sienten hundidos.
En este clima llega el primer ¡la
paz esté con ustedes! del Resucitado. Los discípulos deberían haber sentido
vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo,
esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús. En efecto, «los
discípulos se alegraron — precisa el texto— de ver al Señor» (v. 20). No
piensan más en sí mismos y en sus fallos, sino que se sienten atraídos por sus
ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el
pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde
en sus corazones la paz perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un
perdón que se les da sin cálculos y sin méritos.
Esta es la alegría de Jesús, la
alegría que hemos sentido también nosotros cuando experimentamos su perdón. Nos
ha pasado también a nosotros sentirnos como los discípulos en la tarde de
Pascua, después de una caída, de un pecado o de un fracaso. En esos momentos pareciera
que no hay nada más que hacer. Pero precisamente allí el Señor hace lo que sea
para darnos su paz, por medio de una Confesión, de las palabras de una persona
que se muestra cercana, de una consolación interior del Espíritu Santo, de un
acontecimiento inesperado y sorprendente. De diferentes maneras Dios se asegura
de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que nace de
recibir “el perdón y la paz”. Sí, la alegría de Dios nace del perdón y deja la
paz, una alegría que levanta sin humillar. Hermanos y hermanas, hagamos memoria
del perdón y de la paz que recibimos de Jesús. Antepongamos el recuerdo del
abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros errores y nuestras caídas. De
ese modo alimentaremos la alegría. Porque nada puede seguir siendo como antes
para quien experimenta la alegría de Dios.
¡La paz esté con ustedes! El
Señor lo dice por segunda vez, agregando: «Como el Padre me envió, así yo los
envío a ustedes» (v. 21). Y les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos
ministros de reconciliación. «A quienes perdonen los pecados, les quedan
perdonados» (v. 23). No sólo reciben misericordia, sino que se convierten en
dispensadores de esa misma misericordia que han recibido. Reciben este poder,
pero no en base a sus méritos, no; es un puro don de la gracia, que se apoya en
su propia experiencia de hombres perdonados. Y, hoy y siempre, el perdón en la Iglesia
nos debe llegar así, por medio de la humilde bondad de un confesor
misericordioso, que sabe que no es el poseedor de un poder, sino un canal de la
misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que él mismo ha sido el
primer beneficiado.
«A quienes perdonen los pecados,
les quedan perdonados» (v. 23). Estas palabras están en el origen del
sacramento de la Reconciliación, pero no sólo, pues toda la Iglesia ha sido
constituida por Jesús como una comunidad dispensadora de misericordia, signo e
instrumento de reconciliación para la humanidad. Hermanos, hermanas, cada uno
de nosotros hemos recibido en el Bautismo el Espíritu Santo para ser hombres y
mujeres de reconciliación. Si experimentamos la alegría de ser liberados del
peso de nuestros pecados y de nuestros errores; si sabemos en primera persona
qué significa renacer, después de una experiencia que parecía no tener salida,
entonces se hace necesario compartir el pan de la misericordia con los que
están a nuestro lado. Sintámonos llamados a esto. Y preguntémonos: yo, aquí
donde vivo, en la familia, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la
comunión, soy artífice de reconciliación? ¿Me comprometo a calmar los
conflictos, a llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? Jesús busca
que seamos ante el mundo testigos de estas palabras suyas: ¡La paz esté con
ustedes!
¡La paz esté con ustedes! repite
el Señor por tercera vez cuando se les aparece nuevamente a los discípulos ocho
días después, para confirmar la fe tambaleante de Tomás. Tomás quiere ver y
tocar. Y el Señor no se escandaliza de su incredulidad, sino que va a su
encuentro: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos» (v. 27). No son palabras
desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la dificultad de Tomás, no
lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente ante tanta
bondad.
Y es así que de incrédulo se
vuelve creyente, y hace esta confesión de fe tan sencilla y hermosa: «¡Señor
mío y Dios mío!» (v. 28). Es una linda invocación, que podemos hacer nuestra y repetirla
durante el día, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad, como
Tomás.
Porque en Tomás está la historia
de todo creyente. Hay momentos difíciles, en los que parece que la vida
desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver.
Pero, como Tomás, es precisamente en esos momentos cuando redescubrimos el
corazón del Señor, su misericordia. Jesús, en estas situaciones, no viene hacia
nosotros de modo triunfante y con pruebas abrumadoras, no hace milagros
rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia. Nos consuela con
el mismo estilo del Evangelio de hoy: ofreciéndonos sus llagas.
Y nos hace descubrir también las
llagas de los hermanos y de las hermanas. Sí, la misericordia de Dios, en
nuestras crisis y en nuestros cansancios, a menudo nos pone en contacto con los
sufrimientos del prójimo. Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en
la cúspide del sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y
descubrimos a quienes, permaneciendo en silencio, están pasando momentos
peores. Y, si nos hacemos cargo de las llagas del prójimo y en ellas derramamos
misericordia, renace en nosotros una esperanza nueva, que consuela en la
fatiga.
Preguntémonos entonces si en este
último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el cuerpo o en el
espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado;
si hemos dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar. Cuando lo
hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la
vida, nos mira con misericordia y nos repite: ¡La paz esté con ustedes!
Fuente: ACI Prensa