El Papa Francisco celebró este domingo 10 de abril, Domingo de Ramos, la Misa de la Pasión del Señor, donde señaló que Dios nunca se cansa de perdonar y que “el privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonado”
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Aciprensa |
También recordó la “locura de la
guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo” y aseguró que “Cristo es
clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de
los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las
bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son
abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los
soldados enviados a matar a sus hermanos”.
A continuación, la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39).
Salvarse a sí
mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente
en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener,
en el poder y en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la
humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.
Pero a la mentalidad del yo se
opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador que se ofrece
a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la
palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso
reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí
mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya,
en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre,
perdónalos» (v. 34).
Detengámonos en estas palabras.
¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico, durante la crucifixión,
cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos
imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más
agudo de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En
esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su rabia y sufrimiento; en cambio,
Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, que son
mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni
amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado
en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se
convierte en perdón.
Hermanos, hermanas, pensemos que
Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras
acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos
cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus
llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos.
Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras
más bondadosas: Padre, perdónalos.
Contemplemos a Jesús en la cruz y
veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos
a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más
amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y
me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en
el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los
enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en
alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido
un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho
daño! Y también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas
que nos han causado los otros, la vida, la historia.
Hoy Jesús nos enseña a no
quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso del mal y de las
quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio
con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al
Maestro o a nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos.
Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos
con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros
impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide
que rompamos la cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi
amigo; te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque
Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en buenos y malos, en amigos y
enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos
somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar.
También esa invitación al
banquete del Hijo, el Señor invita a todos: blancos, negros, buenos, malos, a
todos. Sanos, enfermos, todos. El amor de Jesús es para todos. No hay
privilegios en esto, es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es
ser amado y perdonados.
Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo
dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que
estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se
cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente
sino también con el corazón. Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros
quienes nos cansamos de pedir perdón, Él nunca se cansa de perdonar.
N es que aguante hasta un
cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer
nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el
perdón de nuestros pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción
precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc
24,47). No nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de
administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. Nos
cansemos del perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino
que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen.
Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado
su captura, los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final.
Y, sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque no saben. Así es como
Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado. No se pone en
contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es
interesante el argumento que utiliza: porque no saben. Cuando se usa la
violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni tampoco de los demás,
que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a
cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se
vuelve a crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en
las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es
crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos.
Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los
jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus
hermanos. Cristo es crucificado hoy allí.
Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la
acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la
misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a
pronunciar estas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo:
“Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te
crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge
a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en
el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el
paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma
la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la
historia.
Hermanos, hermanas, en esta
semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo pecado, toda
distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de
que con Jesús siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el
fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo,
caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede
continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando
nuestro mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir, y nosotros
lo hacemos ahora con nuestro corazón en silencio. Repetir con Jesús: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Por Almudena Martínez-Bordiú
Fuente: ACI Prensa