El Papa Francisco celebró en Malta una multitudinaria Misa este 3 de abril, quinto domingo de Cuaresma, ante 20 mil personas reunidas en la plaza de los graneros en Floriana
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Vatican News |
En su homilía, el Papa dijo que a
Cristo lo conocen “quienes experimentan su perdón”, porque el Señor “no ha
venido para los sanos sino para los enfermos”, como la mujer del Evangelio que
conoció la misericordia de Dios “en su miseria y que regresa al mundo sanada
por el perdón de Jesús”.
A continuación, la homilía
pronunciada por el Papa Francisco:
Jesús «al amanecer se presentó
en el Templo y toda la gente se acercó a él» (Jn 8,2). Así empieza el
episodio de la mujer adúltera. El escenario se muestra sereno: una mañana en
el lugar santo, en el corazón de Jerusalén. El protagonista es el pueblo
de Dios, que busca a Jesús, el Maestro, en el patio del templo. Desea
escucharlo, porque lo que Él dice ilumina y reconforta. Su enseñanza no tiene
nada de abstracto, toca la vida y la libera, la transforma y la renueva.
Ese es el
“olfato” del pueblo de Dios, que no se conforma con el templo hecho de piedras,
sino que se reúne alrededor de la persona de Jesús. En esta página se
vislumbra al pueblo de los creyentes de todos los tiempos, el pueblo santo de
Dios, que aquí en Malta es numeroso y vivaz, fiel en la búsqueda del Señor, vinculado
a una fe concreta, vivida. Les doy las gracias por esto.
Jesús, ante el pueblo que
acudía a Él, no tenía prisa: «Se sentó -dice el Evangelio- y comenzó a
enseñarles» (v. 2). Hay algunos ausentes: son la mujer y sus acusadores. No se
acercaron al Maestro como los demás, y las razones de su ausencia son diferentes:
los escribas y los fariseos creen que ya lo saben todo, que no necesitan las
enseñanzas de Jesús; la mujer, en cambio, es una persona extraviada, que
terminó por mal camino, buscando la felicidad por senderos equivocados.
Ausencias debidas, pues, a motivaciones diferentes, como diferente es el
desenlace de sus historias. Reflexionemos sobre estos ausentes.
En primer lugar, fijémonos en
los acusadores de la mujer. En ellos vemos la imagen de los que se jactan
de ser justos, que se jactan observantes de la ley de Dios, personas buenas y
honestas. No tienen en cuenta sus propios defectos, pero están muy atentos a
descubrir los de los demás. Así se presentan ante Jesús; no con el corazón
abierto para escucharlo, sino «para ponerlo a prueba -dice el Evangelio- y
poder acusarlo» (v. 6). Es una actitud que refleja la interioridad de estas
personas cultas y religiosas, que conocen las Escrituras, asisten al templo,
pero todo ello lo subordinan a sus propios intereses, y no combaten contra los
pensamientos maliciosos que se agitan en sus corazones.
A los ojos de la gente parecen
expertos de Dios, pero, precisamente ellos, no reconocen a Jesús; más aún,
lo ven como un enemigo que hay que quitar del medio. Para esto, le ponen
delante a una persona, como si fuera una cosa, llamándola con desprecio «esta
mujer» y denunciando su adulterio públicamente. Presionan para que la mujer
sea lapidada, descargando en ella la aversión que ellos sienten por la
compasión de Jesús. Y hacen todo esto amparados en su fama de hombres
religiosos.
Hermanos, hermanas, estos
personajes nos dicen que también en nuestra religiosidad pueden
insinuarse la carcoma de la hipocresía y la mala costumbre de
señalar con el dedo.
En todo tiempo, en toda
comunidad. Siempre se corre el peligro de malinterpretar a Jesús, de tener su
nombre en los labios, pero desmentirlo con los hechos. Y esto también puede
producirse elevando estandartes con la cruz.
¿Cómo verificar, entonces, si
somos discípulos en la escuela del Maestro? Por nuestra mirada, por el
modo en que miramos al prójimo y nos miramos a nosotros mismos. Este
es el punto para definir nuestra pertenencia.
Por el modo en que miramos al
prójimo: si lo hacemos como Jesús nos muestra hoy, es decir, con una mirada
de misericordia; o de una manera que juzga, a veces incluso que desprecia, como
los acusadores del Evangelio, que se erigen como paladines de Dios, pero no se
dan cuenta de que pisotean a los hermanos.
En realidad, el que cree que
defiende la fe señalando con el dedo a los demás tendrá incluso una visión
religiosa, pero no abraza el espíritu del Evangelio, porque olvida la
misericordia, que es el corazón de Dios.
Para entender si somos verdaderos
discípulos del Maestro, también es necesario examinar cómo nos miramos a
nosotros mismos. Los acusadores de la mujer están convencidos de que no tienen
nada que aprender. Ciertamente, su estructura exterior es perfecta, pero
falta la verdad del corazón. Son el retrato de esos creyentes de todos
los tiempos, que hacen de la fe un elemento de fachada, donde lo que se resalta
es la exterioridad solemne, pero falta la pobreza interior, que es el tesoro
más valioso del hombre.
Para Jesús, en efecto, lo que
cuenta es la apertura y disponibilidad del que no siente que haya alcanzado la
meta, sino más bien que está necesitado de salvación. Entonces nos hace
bien, cuando estamos rezando y también cuando participamos en hermosas
ceremonias religiosas, preguntarnos si hemos sintonizado con el Señor. Podemos
preguntárselo directamente a Él: “Jesús, estoy aquí contigo, pero Tú,
¿qué quieres de mí? ¿Qué quieres que cambie en mi corazón, en mi vida?
¿Cómo quieres que vea a los demás?”.
Nos hará bien rezar así, porque
el Maestro no se conforma con la apariencia, sino que busca la verdad del
corazón. Y cuando le abrimos el corazón en la verdad, puede hacer grandes
cosas en nosotros.
Lo vemos en la mujer
adúltera. Su situación parece comprometida, pero ante sus ojos se abre un
horizonte nuevo, impensable. Cubierta de insultos, lista para recibir palabras
implacables y castigos severos, con asombro se ve absuelta por Dios, que le
abre ante sí, de par en par, un futuro inesperado: «¿Nadie te ha condenado?
-le dijo Jesús- Tampoco yo te condeno. Vete y no vuelvas a pecar» (vv.
10.11).
¡Qué diferencia entre el Maestro
y los acusadores! Estos habían citado la Escritura para condenar; Jesús, la
Palabra de Dios en persona, rehabilita completamente a la mujer, devolviéndole
la esperanza. De esta situación aprendemos que cualquier observación, si no
está movida por la caridad y no contiene caridad, hunde ulteriormente a quien
la recibe. Dios, en cambio, siempre deja abierta una posibilidad, Dios, en
cambio, siempre deja abierta una posibilidad, y sabe encontrar caminos de
liberación y de salvación en cada circunstancia.
La vida de esa mujer cambió
gracias al perdón. Se encuentran la misericordia y la miseria. Incluso se
podría pensar que, perdonada por Jesús, aprendió a su vez a perdonar. Quizá
haya visto en sus acusadores ya no personas rígidas y malvadas, sino personas
que le permitieron encontrar a Jesús. El Señor desea que también nosotros
sus discípulos, nosotros como Iglesia, perdonados por Él, nos convirtamos en
testigos incansables de la reconciliación, testigos de un Dios para el que no
existe la palabra “irrecuperable”; de un Dios que siempre perdona, siempre
perdona, Dios siempre perdona somos nosotros quienes nos cansamos de pedir
perdón, un Dios que sigue creyendo en nosotros y nos brinda a cada momento la
posibilidad de volver a empezar. No hay pecado o fracaso que al presentarlo a
Él no pueda convertirse en ocasión para iniciar una vida nueva, diferente, en
el signo de la misericordia. No hay pecado que no pueda ir en este camino. Dios
perdona todo.
Este es el Señor Jesús. Lo
conocen verdaderamente quienes experimentan su perdón. Quienes, como la mujer
del Evangelio, descubren que Dios nos visita valiéndose de nuestras llagas
interiores. Es precisamente allí donde al Señor le gusta hacerse presente,
porque no ha venido para los sanos sino para los enfermos (cf. Mt 9,12).
Y hoy es esta mujer -que ha conocido la misericordia en su miseria y que
regresa al mundo sanada por el perdón de Jesús- la que nos sugiere, como
Iglesia, que volvamos a empezar en la escuela del Evangelio, en la escuela del
Dios de la esperanza que siempre sorprende. Si lo imitamos, no nos enfocaremos
en denunciar los pecados, sino en salir en busca de los pecadores con amor. No
nos fijaremos en quienes están, sino que iremos a buscar a los que faltan. No
volveremos a señalar con el dedo, sino que empezaremos a ponernos a la
escucha. No descartaremos a los despreciados, sino que miraremos como primeros
aquellos que son considerados últimos. Esto, hermanos y hermanas, nos enseña
hoy Jesús con su ejemplo. Dejémonos asombrar por Él. Acojamos su novedad con
alegría.
Fuente: ACI Prensa