Ese pecado del que quiero huir se puede convertir en mi salvación, porque cuando nada puedo es cuando Dios lo puede todo en mí y viene a rescatarme
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Me
resultan difíciles las palabras de Jesús:
«Pero, como
ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: – Aquel de vosotros
que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo,
escribía en la tierra».
Yo no estoy libre de pecado. Ojalá
lo estuviera, para sentirme mejor conmigo mismo, orgulloso de mi capacidad.
En ocasiones creo que si no pecara
todo sería perfecto. Y es cierto que el pecado me hace daño.
Consecuencias del pecado
En primer lugar a mí, por que me encierra en dependencias, me vuelve
egoísta y egocéntrico, me lleva a dejar a un lado a mi
prójimo e ignorar sus necesidades y problemas.
El pecado además me aleja
de Dios. Porque cuando peco me siento indigno y creo que Dios no
querrá estar cerca de mí porque estoy sucio.
El pecado despierta en mí la
violencia, el deseo de venganza, las ganas de dañar a otros.
Me aísla porque es una búsqueda enfermiza de una felicidad que
no es la verdadera.
El pecado me lleva a poner el interés en lo que no me hace bien,
en lo que no es bueno para mi vida.
La mejor forma de enfrentar
el pecado
El pecado es parte de mí y nunca
podré erradicarlo, sería ingenuo pensar así. Forma parte de mi
existencia.
Soy así, pecador, y mi pecado me recuerda que Dios tiene
la última palabra sobre mi vida, y no yo con mis logros y
acciones meritorias.
El pecado me vuelve vulnerable, débil,
herido. Desde el pecado clamo a Dios para que me oiga y me perdone, para que
venga hasta mí dispuesto a abrazarme.
Ese pecado del que quiero huir se
puede convertir en mi salvación. Porque cuando nada
puedo es cuando Dios lo puede todo en mí y viene a rescatarme.
Esa forma de enfrentar el pecado es la que me salva. No pretendo
que no exista en mi vida. Busco pecar menos, pero
sé que el amor de Dios y su mirada sobre mí es lo que levanta mi ánimo y me da
vida.
En mi miseria Él me levanta y me
salva.
Y al mirar a los demás
Lo malo es que aun siendo consciente de mi pecado, veo con mucha
facilidad lo mal que hacen las cosas los demás. Los veo más egoístas, más
pecadores.
Tienen más orgullo, más vanidad, menos humanidad. Veo que son más
débiles y menos sabios.
Cuando me pongo a criticar me quedo solo. Nadie se
salva de mi condena. Arrojo las piedras, aun siendo yo también
culpable de muchos males.
No me importa, sólo veo el mal que hacen los demás y me
escandalizo. Por eso me vienen muy bien las palabras de Jesús.
Mejor irse a casa en
silencio
Si yo estuviera libre de pecado quizás podría decir algo. Pero si
no lo estoy, mejor hago lo que hacen ellos, irme a casa en silencio:
«Ellos, al
oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más
viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio».
Y Jesús se quedó solo con la mujer pecadora. La
diferencia era que su pecado era conocido, pero el de los hombres que la
acusaban era privado.
Nadie los conocía, sólo ellos eran conscientes de su debilidad.
Nadie los acusa a ellos pero ellos mismos se reconocen culpables.
Solo quedan Jesús y ella
Esa escena siempre me sobrecoge. Todos se quedan pensando. Sobre
todo los de más edad que han vivido más y posiblemente guarden más pecados.
Y se van en silencio. Ya nadie acusa a la mujer. Ha pasado a un
segundo plano. ¿Qué escribiría Jesús en la arena? ¿Tal vez los acusaba? No lo
sé. Pero lo cierto es que todos se sienten interpelados y se alejan de la escena.
Sólo quedan ellos dos, Jesús y la mujer adúltera:
«Incorporándose
Jesús le dijo: – Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió:
-Nadie, Señor. Jesús le dijo: – Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no
peques más».
Perdón, paz
Nadie la condena, Jesús tampoco. Entonces la mujer puede irse en paz.
Y se va dispuesta a no volver a pecar.
Así suele ser cuando me confieso y me absuelven.
Nadie me condena. Yo mismo me he acusado y he contado mi debilidad, mi pecado
privado, no hace falta que otros lo conozcan.
Y recibo ese perdón de Dios que
no merezco. Nadie me condena, tampoco Dios. Y me alejo dispuesto a no pecar
nunca más.
Caeré de nuevo, lo sé. Tocaré la debilidad de mi carne y no
lograré estar a la altura de las circunstancias.
Me dejaré llevar por mis instintos. Tendré que
reconocer mi pecado, mi debilidad, mi miseria y dejar que Dios me toque con su
mano salvadora.
Vete y no peques más, me dirá al
oído. Y yo lo guardaré, no como una advertencia, más bien como un consejo, como
un deseo.
El rechazo a la
misericordia
Porque el pecado me envenena, me vuelve mezquino, me empobrece.
Siento que la misericordia de Jesús es profética e incomoda. Siempre es así.
Prefiero lanzar las piedras al culpable, al pecador, para que
pague su pecado. Roberto Grosche escribía en un artículo titulado El elemento
profético en la Iglesia:
«Cuando en
la Iglesia se anuncia algo nuevo, el ministerio ‘huele’ enseguida al ‘hereje’.
Justamente porque ama a la Iglesia, el profeta no se deja expulsar de ella ni
inducir a renunciar a su misión».
Jesús es ese profeta que anuncia una esperanza para el pecador,
para el rechazado por los hombres.
Y esa misericordia resulta incómoda y
molesta. Parece excesiva. ¿Dónde queda la justicia?
El amor sobre la ley
Anunciar la misericordia es un gesto profético. Jesús lo hizo. La
ley de Moisés es más clara, y dice que la adúltera ha de pagar por su pecado.
Pero Jesús es profético y habla de un Dios misericordia que los
fariseos no logran aceptar. Por eso lo persiguen y buscan
su muerte.
Jesús huele a hereje. Y debe morir. El hecho de dejar libre a una
mujer que ha pecado públicamente no tiene perdón. Es inadmisible.
Esa actitud de Jesús los irrita. A mí me conmueve. Su valor y su
misericordia. Va contra lo que dice la ley y pone por encima el amor,
la misericordia, el perdón de un Dios que ama a su pueblo.
Pero no será bien visto y querrán acabar con su vida. Quisiera
optar siempre por la misericordia.
Al mirar a mi hermano, al que peca, al mirarme a mí mismo. Con esa
mirada de misericordia me mira Dios siempre y me salva.
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia