29 – Junio. Miércoles. Santos Pedro y Pablo, mártires
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Evangelio según san Mateo 16,
13-19
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?».
Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas».
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo».
Jesús le respondió:
«¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni
la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te
digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del
infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la
tierra quedará desatado en los cielos».
Comentario
Durante una de sus largas
caminatas con los discípulos, Jesús les interrogó sobre la opinión pública
acerca de su Persona. Después de ofrecer varias tentativas de respuesta, el
Maestro les pregunta con gran pedagogía qué piensan ellos. Pedro se deja llevar
entonces por el ímpetu amoroso y responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo” (v. 16). Esta confesión sobre la identidad del Maestro reveló designios
divinos sobre la identidad y misión de Simón: “Tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia…” y “te daré las llaves del Reino de los cielos…”
(vv. 18-19).
En el mundo antiguo, era muy
común aprovechar la dureza y estabilidad de la roca madre para levantar sobre
ella el resto de un muro, de una fortaleza, conectando así la obra natural con
la arquitectónica. Y las ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas y
puertas de acceso, que se podían abrir y cerrar con llaves. Tener las llaves de
una ciudad era ostentar el poder de decidir quién podía entrar o salir y
cuándo. Por eso, el símbolo de la rendición de un enclave o plaza fuerte solía
ser la entrega de sus llaves.
Lleno de asombro, Pedro
escucharía al Mesías anunciando con solemnidad que él sería como esa roca
madre, sobre la que Jesús alzaría su Iglesia; y que tendría el poder sobre las
llaves del Reino, para decretar su acceso o vetarlo, influyendo así en el
destino de la tierra como en el del mismo Cielo.
Este episodio y el lugar en el
que sucedió quedaron grabados en la memoria de los apóstoles y consignado en
los evangelios. Por voluntad del Señor, Pedro sería el líder de los doce y de
la Iglesia, factor de unidad y eficacia para todos. Y los apóstoles, incluso
los que habían conocido a Jesús antes que Pedro, los que quizá podrían reflejar
mejor disposición o virtud a ojos humanos, asumieron con veneración y respeto
esta voluntad del Maestro, como asumieron todas sus demás disposiciones y
mandatos.
Más tarde, cuando Pedro negó a
Jesús durante la pasión, comprobó que su liderazgo y eficacia eran prestados.
Pero después de la Resurrección, esa posición de Pedro sería innegable y
admitida por los cristianos, que rezaban juntos por Pedro (cfr. Hch 12). Por
eso los cristianos tenemos el amoroso deber de rezar mucho por el Papa, sucesor
de Pedro, y respetar su tarea al cuidado de la Iglesia como los apóstoles
respetaron la primacía de Simón. A este respecto, comentaba san Josemaría: “Tu
más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más
rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra,
para el Papa. —Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra
Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el
Santo Padre”[1].
Cuenta el libro de los Hechos,
que Dios eligió también como Apóstol a un joven fariseo de la tribu de
Benjamín: Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos. Gracias a la oración de
Esteban (cfr. Hch 7,58ss.) y a la fina caridad de Bernabé (cfr. Hch 9,23),
Pablo sería admitido en la Iglesia. Pablo era alguien que no conoció en vida a
Jesús y que lo odió en sus seguidores. Pero también los apóstoles supieron
reconocer humildemente en Saulo los designios sorprendentes de Dios y lo
aceptaron como apóstol, igual que ellos, porque también él vio al
resucitado y fue enviado a anunciarlo a todas las gentes.
La vida de estos dos grandes
apóstoles nos enseña que, a pesar de las limitaciones propias y ajenas, Dios
sabe realizar sus designios de amor; su gracia actúa siempre en los corazones.
Lo que Dios pide para que haya fruto es la actitud de la Iglesia naciente:
perseverar todos juntos en la oración, con María, la Madre de Jesús (cfr. Hch
1,12).
[1] San
Josemaría, Forja, n. 135.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei