26 – Junio. XIII Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 9,
51-62
Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él.
Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?».
Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adonde quiera que vayas».
Jesús le
respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero
el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
A otro le dijo: «Sígueme».
Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre».
Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor.
Pero déjame primero despedirme de los de mi casa».
Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y
mira hacia atrás vale para el reino de Dios».
Comentario
Se acerca el momento culminante
de la vida pública de Jesús. Iba a cumplirse “el tiempo de su partida” dice el
Evangelio de Lucas. Una traducción más literal del griego original sería “el
tiempo de su subida”. En hebreo, viajar a Jerusalén -y esto es lo que iba a
hacer Jesús para la Pascua- se dice “subir a Jerusalén”. Se alude a ese viaje.
Pero la frase también tiene un doble sentido: “el tiempo de su subida” es el
momento de su ascensión gloriosa, de la culminación de su vida terrena. En
efecto, después de los padecimientos de su Pasión, y su gloriosa Resurrección,
llegaría el momento de subir a los cielos para reinar eternamente a la derecha
del Padre. Jesús es consciente de lo que le espera en Jerusalén pero, con
valentía, “decidió firmemente”, con plena libertad, afrontar la tarea que había
venido a realizar, la redención del género humano. El camino para la gloria
pasa por la Cruz.
La libertad es la capacidad de
elegir el bien, tomando decisiones conscientes movidas por el amor. La libertad
cristiana no es arbitrariedad. No se trata de poder escoger caprichosamente lo
que más apetece en un momento, o lo que se presenta como más atractivo, sino
aquello que conduce a la más plena realización de la persona, haciendo propia
la aventura de amor que Dios ha diseñado para cada uno. Como señalaba Mons.
Fernando Ocáriz, “se puede hacer con alegría -y no de mala gana- lo que cuesta,
lo que no gusta, si se hace por y con amor y, por lo tanto, libremente”[1]. Jesús
alcanzó la cumbre de su libertad escogiendo dirigirse a la ciudad donde
terminaría clavado en la Cruz. Incluso cuando le gritaban en el Calvario: “Si
eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27,40), tomó la libre decisión de
permanecer en aquel patíbulo para cumplir en plenitud la voluntad
misericordiosa del Padre.
Lucas narra tres episodios,
enmarcados en los preparativos de esa ascensión a Jerusalén, que ponen de
manifiesto la capacidad, humana y sobrenatural, de arrastre que tenía Jesús, ya
que personas muy distintas se le presentan espontáneamente dispuestas a irse
tras él. También estos personajes, en pleno ejercicio de su libertad personal,
se ofrecen generosamente a prestar su vida para seguir a Jesús. Pero, en los
tres casos, el Maestro les hace recapacitar sobre la importancia de tomar las
decisiones adecuadas para que no haya ataduras que puedan limitar su entrega
total: ni el afán de poseer al menos unos bienes materiales que se consideran
necesarios, ni el dilatar las decisiones con alguna excusa por razonable que
pudiera parecer, ni el apego sentimental a personas queridas, ni el continuo
replantearse, al experimentar el cansancio del camino, si las decisiones
tomadas han sido las correctas, mirando a lo que se ha dejado y no al
maravilloso panorama que se abre por delante. “Aun en los momentos en los que
percibamos más profundamente nuestra limitación -comentaba San Josemaría-,
podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo,
sabiéndonos partícipes de la vida divina. No existe jamás razón suficiente para
volver la cara atrás (cf. Lc 9,62): el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser
fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el
amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar
nuestros propios errores”[2].
También hoy sigue siendo actual
esta lección de libertad, entrega total, generosidad y fidelidad impartida por
Jesús. En un contexto cultural en el que escasean la lealtad y la fidelidad, y
en el que se juega con las palabras como si el compromiso con la verdad fuera
irrelevante, el testimonio de hombres y mujeres que son criticados,
despreciados, perseguidos, e incluso que sufren el martirio por mantenerse
fieles a su vocación cristiana resuena como un clamor de libertad y liberación.
Solo quien pertenece a la verdad, nunca es esclavo de ningún poder ni de
atadura alguna, sino que conserva íntegra su libertad para servir a los
hermanos.
[2] S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 160.
Pablo M. Edo
Fuente: Dominicos