24 – Julio. Domingo XVII del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 11,
1-13
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».
Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”».
Y les dijo: «Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros,
pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».
Comentario
A san Josemaría le conmovía la
escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus
discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el
Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a
la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se
encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando
Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit
et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus
discípulos”[1].
¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se
sienten atraídos, pero no quieren molestar?
Jesús responde con naturalidad,
enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre,
santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a
Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra
filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa
que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.
Jesús, el Hijo que habla con su
Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva
en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la
nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo
recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos
de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu
Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean
felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que
esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos
los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.
Sugiere, a continuación, realizar
tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo
al pasado y en orden al futuro.
Primero: “Sigue dándonos cada día
nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada
jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la
miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí
no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no
podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente
en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la
fortaleza para todo nuestro día!
En la segunda petición de esta
serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a
todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de
todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a
ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir
perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.
Por último, Jesús nos sugiere
pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir
exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que
abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a
Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas
pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al
Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas
demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales
puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea
desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada
certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá
que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la
tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)”[2].
[2] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I. Desde el Bautismo a la Transfiguración (La esfera de los libros, Madrid, 2000), pp. 199-201.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei