No es infrecuente en el interior de la Iglesia que nos dirijamos a quienes han profesado el estado contemplativo
Incluso no es infrecuente en el interior de la Iglesia católica que nos dirijamos a quienes han profesado el estado contemplativo haciendo uso de todos los tópicos y prejuicios que han encallecido los siglos. Les advertimos de los peligros de una espiritualidad intimista, refugiada en los claustros, o les animamos a que no olviden la práctica de la caridad.
No volveré jamás. Si alguna vez me pierdo, no me busquéis allíHasta puede ser que consideremos secretamente que a quién se le ocurre
meterse en un monasterio si posee los dones para transformar este mundo tan
necesitado. Luego nos lamentamos de la escasez de vocaciones o nos preguntamos
sobre el destino de sus edificios. Buscamos que nos justifiquen su vocación en
lugar de escuchar, en el silencio y en la soledad de su testimonio, qué les ha
conducido a tomar una decisión que parece fuera de nuestro tiempo.
Cada año solicito al Monasterio de Santa
María Poblet (Tarragona) una hospitalidad que me dispensa durante unos días. En
esta ocasión me ha concedido además la posibilidad de conversar con tres de sus
monjes entre los cuarenta años y mediada la cincuentena.
Con una generosidad
dominada por la sencillez han aceptado compartir una panorámica de su
interioridad: cómo se fue desarrollando la historia de su vocación, qué les
llevó a tomar la decisión de profesar en un lugar estable y en qué medida las
ideas preconcebidas de quienes vivimos en el mundo se ajustan o no a su
experiencia cotidiana.
Contando con su
permiso intentaré transmitir la profunda impresión que me han causado estas
conversaciones. Las sintetizaría con tres conceptos que ellos mismos han
empleado, sin ningún énfasis, para definir su itinerario: sacrificio, paciencia
y libertad.
Simplemente,
monje
Como rasgo común
subrayaría que su decisión de entrar en un monasterio es el final de un
largo trayecto. Durante esa etapa, que en un caso supera los diez años,
sienten que se mueven entre una atracción irresistible por el lugar del
monasterio y la necesidad de dar un rodeo para evitar que los absorba. Uno de
mis interlocutores me comenta que la primera vez que pasó una breve estancia en
la hospedería, acabó diciéndoles a sus amigos: «No volveré jamás. Si alguna vez
me pierdo, no me busquéis allí».
En ese camino duro y difícil va
acreciéndose el hambre de Dios
Los tres monjes
concuerdan en la experiencia de su vocación. No es que Dios les conduzca hasta
el monasterio, sino que los está esperando en él, como si éste se hubiera
convertido en un sagrario ante cuyas puertas hubieran retrocedido presos de un
vértigo que amenazase con arrastrarlos. Recuerda uno de ellos que creía que a
Dios uno debería llevarlo desde fuera y que, por eso, él no tenía nada claro
que su lugar estuviera dentro, pues no notaba ninguna señal. El abad le dijo
entonces: «A Dios, se viene a buscar a Dios».
Antes de sus
respectivas entradas al monasterio, se suceden momentos de fiebres o de
sueños difíciles e incluso periodos de desánimo existencial e incluso
de intensa desolación pensando si su sitio es aquel. Uno de los monjes, que
previamente se había convertido al cristianismo desde una vida desordenada,
llega a calificar de «infierno» estas temporadas.
Me confiesa su
sentimiento tras ser admitido: «Necesitaba este desierto». Añade que el demonio
«no quiere que entres en él porque es donde se da el contacto con Dios». Aunque
se sufre muchísimo en el desierto, si tienes fe –me dice– se está seguro de que
el Salvador siempre está tu lado. De noche frío; de día, calor; se siente el
corazón vacío y se tiene miedo, pero en ese camino duro y difícil va
acreciéndose el hambre de Dios.
Lo
difícil, la comunidad
Bajo el impacto de
la lectura de Simone Weil, otro de los monjes me explica que, al acabar sus
estudios, quiso compartir el sufrimiento humano trabajando en una fábrica y
luego enrolándose primero como voluntario en una casa de las Misioneras de la
Caridad en Etiopía y después en cárceles. No obstante, sentía que no lograba
conectar el ejercicio activo de la caridad más extrema con el amor de Cristo.
Llama a la puerta de un monasterio en Francia. Le disuaden de que la
vocación que manifiesta coincida con la monástica. Se pone a trabajar como
profesor durante tres años, antes de dirigirse a Poblet. Se le pregunta qué
quiere. Desarmado, contesta: «No lo sé. Simplemente, quiero ser monje». Es
entonces cuando es admitido como postulante.
Cuando les planteo
qué es lo más difícil de su vida cotidiana, un par de ellos responden
sin dudar que vivir en comunidad. Sin embargo, añaden que a través de ella
encuentran la razón de su perseverancia. Las desilusiones y los desengaños
parecen haber acendrado su fe, pero no confían en sus fuerzas. Dice uno que en
la comunidad se debe aprender a saber perdonar más rápido. Otro insiste en que
«la caridad es la expresión de la unión con Cristo en la oración».
Pueden producirse
peleas, celos, críticas, pero la oración enseña a unirse al sufrimiento
del mundo y a colaborar en la Redención que empieza manifestándose en
la relación con los hermanos. El tercer monje señala que hay que alcanzar la
confianza de que la comunidad es lo fundamental y no el edificio. Se debe ser
consciente de que, aunque no se puede cambiar al otro, es preciso mirarlo con
los ojos de Cristo. Pedir perdón permite alcanzar una libertad cada vez más
grande.
El
sentido de vivir
En varios de ellos,
su decisión de abrazar la vida monástica les ha ocasionado dificultades con
familiares cercanos y con amigos que no comprenden su nuevo modo de vida, en
algún caso diametralmente opuesto a su pasado. Como reconoce uno de mis
interlocutores, aunque «se puede ser monje y estar cerrado como una
piedra», la vida monástica es fiesta, juego, alegría. Me confiesa
también que, después de algunas dificultades, descubrió que vestir el hábito no
lo coartaba, sino que, al contrario, le proporcionaba la libertad de abrir su
interior De hecho, en estos momentos las dependencias exteriores del monasterio
acogen familias refugiadas: «Adquieres una distancia que te permite ver el mundo
entero en una justa perspectiva. Ese es también el sentido de vivir en un lugar
físico fijo».
¿Son contradictorias
estas palabras con el recuerdo del desierto o las faltas de fe que requieren
vencerse a sí mismo, en lugar de proyectarlas sobre la comunidad? Establecíamos
antes una relación entre un monasterio y el sagrario. Si, como dice uno de
ellos, su vida debiera ser «entregarse a Dios con los ojos cerrados», con la
radicalidad del bautizado su testimonio consistiría en morir con Cristo
para manifestar a la Iglesia entera y con ella la gloria de la
Resurrección.
Al preguntarles
finalmente qué es lo más importante en su existencia monacal, ninguno contesta
que lo sean el silencio y la soledad, el Oficio litúrgico o el trabajo manual.
Todos coinciden en qué es esencial. Con breves pausas, en que parece resonar el
eco de la eternidad, escucho enmudecido la forma con que uno de ellos da su
respuesta: «Jesús… Médico, Luz, Salvador, mi Protector, Agua…, Pan y Vino».
Armando Pego
Fuente: El Debate