5 – Agosto. Viernes de la XVIII Semana del T. Ordinario
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Evangelio según san Mateo 16,
24-28
Entonces dijo a los discípulos:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará.
¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el
mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque
el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y
entonces pagará a cada uno según su conducta. En verdad os digo que
algunos de los aquí presentes no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del
hombre en su reino».
Comentario
Este pasaje del Evangelio sigue
inmediatamente después a la afirmación de Pedro sobre Jesús: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Afirmación que fue solemnemente confirmada
por el Maestro que, a la vez, les ordenó que no dijeran a nadie que Él es el
Cristo (cf. Mt 16,20). Los apóstoles estarían impresionados por la claridad con
la que Jesús les había confirmado lo que intuían, que su Maestro era el Mesías
largamente esperado.
En esta ocasión, Jesús se dirige
hacia la Cruz e invita a sus discípulos a seguirlo: “Si alguno quiere venir
detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (v.
24). Contra toda lógica humana, la cruz no implica desventura, desgracia que
hay que evitar a toda costa, sino oportunidad de acompañar a Jesús en su
victoria. En la lógica de Dios el camino que conduce al triunfo glorioso sobre
el pecado y la muerte pasa por la pasión y la cruz.
Recordaba san Josemaría en su
predicación un sueño de un clásico castellano en el que se mencionaban dos
caminos. Uno es ancho y regalado, pero termina en un precipicio sin fondo. Es
el que siguen atolondradamente los mundanos. “Por dirección distinta, discurre
en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible
recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su
propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando
peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne.
Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el cielo. Es el
camino de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se
sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta
arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen
que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es
la fuerza de estos caminantes” [1].
El fin de todo ser humano es
alcanzar la felicidad. Pero no se consigue la felicidad cuando se busca siempre
lo más cómodo y apetecible, sino cuando se ama decididamente, aunque el amor
comporte sacrificio. “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una
vida cómoda, sino un corazón enamorado” [2], decía san Josemaría. “Por esto, me
gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia
divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios,
por encima de nuestras miserias personales” [3].
[2] San Josemaría, Surco, n. 795.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei






