31 - Agosto. Miércoles de la XXII semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 4,
38-44
Al salir Jesús de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella.
Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: «Tú eres el Hijo de Dios». Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de Judea.
Comentario
Jesús entra en la casa de Simón.
Su suegra tiene fiebre alta y le piden que la cure. Jesús se acerca al lecho de
la enferma, la toma de la mano y la mira con una sonrisa de cariño. Y aquella
mujer, de pronto, se siente curada, totalmente curada, levantándose con la
fuerza de siempre, sin requerir siquiera un tiempo de convalecencia. Después,
agradece a Jesús el milagro y se pone a servir a Él y a sus discípulos, llena
de alegría y vitalidad.
Podemos pensar en algunas
enfermedades de nuestra alma: la pereza para servir a los demás, el orgullo y
la vanidad, la ambición y la avaricia, los enfados frecuentes con nuestros familiares
o las faltas de pureza y castidad. ¡Cuánto nos gustaría que Jesús nos tomase de
la mano, nos mirase con una sonrisa, y nos curase de repente!
Este es el consejo de un santo:
«Recibamos nosotros a Jesús, porque cuando nos visita y le llevamos en la mente
y en el corazón extingue en nosotros el ardor de las más enormes pasiones, y
nos mantendrá incólumes para que le sirvamos, esto es, para que hagamos lo que
le agrada»[1].
Recibir a Jesús en la mente y en
el corazón: he ahí el secreto. Recibirlo en nuestra mente es pensar como Él
piensa. Recibirlo en nuestro corazón es amar lo que Él ama. ¿Cómo hacer para
lograrlo? Desear esa gracia de todo corazón, de verdad, con sinceridad, y pedirla
al Espíritu Santo confiando totalmente en Él.
Hay un momento privilegiado para
recibir al Señor en el corazón: la Eucaristía. En la Comunión, Jesús viene a
nosotros con todo su amor y todo su poder de curación. Si nos preparamos bien,
con la ayuda de la Virgen María, y evitamos caer en la rutina, también nosotros
nos sentiremos curados de nuestras enfermedades, locamente enamorados de Dios,
y podremos servir a los demás con alegría.
[1] San Cirilo, Hom. 28 in Mattheum
Tomás Trigo
Fuente: Opus Dei