25 – Septiembre. XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 16,
19-31
Había un hombre rico que se
vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado
Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de
saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le
lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y
fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue
enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó
los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando,
dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la
punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en
tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado,
mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se
abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia
vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo: “Te ruego, entonces,
padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que
les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar
de tormento”.
Abrahán le dice: “Tienen a Moisés
y a los profetas: que los escuchen”.
Pero él le dijo: “No, padre
Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo: “Si no escuchan
a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
Comentario
Este domingo contemplamos la
célebre parábola del hombre rico y el pobre Lázaro. Según dice Lucas unos
versículos antes, Jesús la dirigió a los “amantes del dinero, que se burlaban
de él” (v. 14). El relato tiene mucha densidad de significado y hoy podemos
meditar sobre algunos puntos de su mensaje.
Lo primero que salta a la vista
del personaje rico es que no tiene nombre. Posee en cambio una ingente riqueza
que le permite dar espléndidos banquetes a diario. También viste prendas muy
costosas para subrayar su posición social y el poder adquisitivo de que goza.
En efecto, la púrpura era un tinte lujoso de color muy duradero elaborado a
base de moluscos de mar, y el lino finísimo solía traerse directamente de
Egipto. Eran telas propias de monarcas. En cierto sentido, este rico encarna de
forma anónima y plana a todas las personas y sociedades opulentas.
En cambio, el pobre de la
parábola sí tiene nombre. Es alguien concreto para Jesús: lo llama muy a
propósito “Lázaro”, forma griega de Eleazar, que significaba en hebreo “Dios ha
ayudado”. Este personaje refleja a todas las personas que padecen necesidad o
sufren injustamente. Nos recuerda también a Lázaro, el amigo enfermo que Jesús
resucitó en Betania, según cuenta san Juan, y que el Sanedrín decidió matar
(cfr. Jn 11).
Jesús emplea algunas categorías
conocidas en el judaísmo de su tiempo para explicar el destino final del rico y
el pobre Lázaro. El relato no parece interesado tanto en describir cómo es el
mundo futuro, sino en subrayar dos cosas: la inmortalidad del alma y la justa
retribución divina por todas nuestras acciones. El hombre rico acaba mal y es condenado
al Hades. En medio de su tormento, pide a Abrahán que alerte a sus hermanos del
castigo que les espera con una señal más llamativa que las meras Escrituras. El
rico evidencia en todo su proceder la actitud de quienes piden milagros para
creer y, a la vez, culpan a Dios de su indiferencia religiosa y su forma de
vivir.
Jesús advierte de que esta
mentalidad vuelve tan ciegos a los hombres, que no creerían aunque viesen un
muerto resucitar. De hecho, el rico ni siquiera era capaz de ver el signo visible
que Dios ponía delante de su puerta todos los días: el pobre enfermo y
hambriento al que solo se acercaban los perros para lamerle las heridas. Por
eso el rico mereció el castigo. Como aclara san Juan Crisóstomo, el personaje
“no era atormentado porque había sido rico, sino porque no había sido
compasivo”[1].
Jesús señala así el peligro que nos acecha a todos y en especial a los que
poseen bienes: la indiferencia hacia los demás y hacia los que sufren; lo que
el Papa Francisco ha llamado repetidamente la cultura del descarte[2].
La parábola nos anima pues, entre
otras cosas, a vivir de forma personal y colectiva las obras de misericordia,
como una forma clara de atajar la indiferencia. En la medida en que podamos,
hemos de procurar remediar la indigencia humana, la cual, como dice el
Catecismo, “no abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas
formas de pobreza cultural y religiosa”[3]. En este
sentido, san Gregorio Magno explicaba que “cuando damos a los pobres las cosas
indispensables, no les hacemos favores personales, sino que les devolvemos lo
que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un
deber de justicia”[4].
Por otro lado, a los que sufren
les acecha también el peligro de la desconfianza hacia Dios, que parece no
escuchar y que deja hacer y triunfar al cínico y al
poderoso, a quienes se querría criticar y denunciar por sus abusos. El silencio
manso y elocuente del pobre Lázaro nos invita a ser fieles y confiar en Dios,
que sabe premiar la virtud y retrasa todo lo posible el castigo, hasta preferir
ser acusado de indolente antes de dejar de ser compasivo. La figura de Lázaro
(“Dios ha ayudado”) nos anima a rezar por los demás y a vivir la paciencia que,
como dice san Josemaría, “nos impulsa a ser comprensivos con los demás,
persuadidos de que las almas, como el buen vino se mejoran con el tiempo”[5].
[2] Papa Francisco, Homilía, 17 de marzo de 2018.
[3] CIC, n. 2444.
[4] S. Gregorio Magno, Serm. past. 3,21.
[5] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 78.
Fuente: Opus Dei






