4 – Septiembre. XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 14, 25-33
Mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir
una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para
terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se
pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a
construir y no pudo acabar”. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro
rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al
paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía
lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. sí pues, todo aquel de
entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.
Comentario
Jesús se dirigía hacia Jerusalén, acompañado por sus
discípulos, y muchos se les iban sumando por el camino. Era fácil dejarse
arrastrar por el entusiasmo que provocaban sus palabras amables, por su cordial
acogida -especialmente hacia los más necesitados-, y por su alegría contagiosa.
Pero Jesús no quiere que ninguno de sus seguidores se sienta engañado. Vendrán
momentos difíciles, porque en Jerusalén los espera la cruz.
Seguir a Jesús no es sumarse a un cortejo triunfal, sino
tomar por amor decisiones que implican renuncia y sufrimiento. Quien desea
seguirlo ha de estar libre de ataduras que le dificulten disponer de todo su
tiempo, o que le resten energías para ayudarle en la obra de la redención.
Jesús es demasiado claro, hasta el punto de que sus palabras acerca del
desprendimiento de la propia familia resultan duras. ¿No manda Dios amar,
reverenciar y obedecer a los padres? ¿Cómo es que Jesús emplea unas palabras
tan fuertes, que parecen contradecir ese mandamiento?
Jesús necesita seguidores fieles. Pero el Maestro sabe bien
que es difícil resistirse al cariño de los padres, amigos, o parientes
cercanos, y que éstos, muchas veces con buena intención, pueden dejarse llevar
más del corazón que de la fe o la razón. Por eso su lenguaje fuerte no deja
lugar a dudas. San Juan Crisóstomo, hablando de los padres, explicaba en una de
sus homilías que el Señor “solamente manda que se les obedezca en lo que no se
opone a la piedad para con Dios; y en todo lo demás, es cosa santa procurarles
todo honor. Pero cuando exigen más de lo que conviene, no se ha de obedecer”.
Este Padre de la Iglesia hace notar que Jesús no manda aborrecer a los padres,
lo que sería una gran maldad, sino que dice que “si ellos quieren que los ames
más que a Mí”, entonces aborrécelos, porque en ese caso estarían perdiéndose a
sí mismos y al hijo al que piensan que aman, pero al que le están dificultando
su correspondencia a la gracia. Decía esto Cristo –concluye el Crisóstomo– para
hacer a los hijos más fuertes y a los padres que quieran poner impedimentos,
más sensatos[1].
Fiel a la doctrina del Evangelio, el Catecismo de la Iglesia
Católica enseña que “Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con
Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales”[2]. Por esto,
Dios se sirve de buenas familias cristianas, para sembrar en sus hijos el amor
a Él, a los demás y la generosidad para que centren sus vidas en torno a
Cristo, y encuentren en sus padres el apoyo necesario para secundar su
vocación.
Para dar razón de esta exigencia Jesús se sirve de dos
parábolas: la de la torre que se ha de construir y la del rey que va a la
guerra. De ambas se desprende la importancia de no dejarse llevar por un primer
impulso sentimental, sino de sopesar a fondo todo lo que está en juego, antes
de tomar una decisión precipitada. Si se trata de colaborar con Cristo en la
obra de la redención, no cabe una entrega a medias, un decir que sí, pero sin
terminar de desligarse de todas las ataduras de la tierra. La conclusión es
clara: “cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser
mi discípulo”. Sus palabras se dirigen a todos, tanto a quien está en momentos
de discernimiento de su vocación personal, como a quienes forman parte del
entorno familiar o social de quienes están tomando sus propias decisiones
vitales.
La experiencia de los santos invita siempre a una respuesta
libre y generosa. “Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios –aconseja san
Josemaría–, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra
vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de
que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la
fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con
calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los
demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural”[3].
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1618.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei