Hace más de dos mil años, el poeta Virgilio escribió este verso: "¡La guerra no da la salvación!". Cuesta creer que desde entonces el mundo no haya aprendido la lección de la barbarie que habita en los conflictos entre hermanos, compatriotas y países
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Daños provocados por los bombardeos en Ucrania (AFP or licensors) |
Publicamos un extracto del volumen "Les pido en nombre de Dios. Diez
oraciones para un futuro de esperanza", editado por Hernán Reyes Alcaide y
publicado por Piemme, anticipado por "La Stampa". Francisco reitera
su llamamiento para poner fin a la locura de la guerra, para detener el
escandaloso comercio de armas que causa víctimas inocentes. La invitación es a
construir un horizonte de paz, a través del diálogo, el respeto y la confianza,
porque está en juego la supervivencia de la humanidad.
PAPA FRANCISCO
Hace más de dos mil años, el poeta Virgilio escribió este verso: "¡La
guerra no da la salvación!". Cuesta creer que desde entonces el mundo no
haya aprendido la lección de la barbarie que habita en los conflictos entre
hermanos, compatriotas y países. La guerra es el signo más claro de
deshumanidad. Ese grito apremiante aún resuena. Durante años, no escuchamos las
voces de hombres y mujeres que hacían todo lo posible por detener todo tipo de
conflictos armados. El Magisterio de la Iglesia no ha escatimado palabras para
condenar la crueldad de la guerra y, a lo largo de los siglos XIX y XX, mis
predecesores la definieron como "un flagelo" que "nunca"
puede resolver los problemas entre las naciones; afirmaron que su estallido es
una " masacre inútil" por la que "todo puede perderse" y
que, en definitiva, "es siempre una derrota de la humanidad".
Hoy, mientras pido en nombre de Dios el fin de la cruel locura de la guerra, considero también que su persistencia entre nosotros es el verdadero fracaso de la política. La guerra en Ucrania, que ha puesto las conciencias de millones de personas del centro de Occidente ante la cruda realidad de una tragedia humanitaria que ya existía desde hacía tiempo y simultáneamente en varios países, nos ha mostrado la maldad del horror de la guerra.
En el último siglo,
en apenas treinta años, la humanidad se ha enfrentado dos veces a la tragedia
de una guerra mundial. Todavía hay personas entre nosotros que tienen grabados
en sus cuerpos los horrores de esa locura fratricida. Muchos pueblos han
tardado décadas en recuperarse de las ruinas económicas y sociales causadas por
los conflictos. Hoy asistimos a una tercera guerra mundial en pedazos, que
amenaza con hacerse cada vez más grande, hasta tomar la forma de un conflicto
global. Al rechazo explícito de mis predecesores, los acontecimientos de las
dos primeras décadas de este siglo me obligan a añadir, sin ambigüedad, que no
existe ocasión alguna en la que una guerra pueda considerarse justa. Nunca hay
lugar para la barbarie bélica. Y menos cuando la disputa adquiere una de sus
caras más inicuas: la de las llamadas "guerras preventivas".
La historia reciente nos ha dado ejemplos, incluso, de "guerras manipuladas", en las que se han creado falsos pretextos y se han falsificado pruebas para justificar ataques a otros países. Por eso pido a las autoridades políticas que pongan fin a las guerras en curso, que no manipulen la información y que no engañen a sus pueblos para conseguir objetivos bélicos. La guerra nunca se justifica. De hecho, nunca será una solución: es suficiente con pensar en el poder destructivo del armamento moderno para imaginar lo elevado que es el riesgo de que esa contienda desencadene enfrentamientos mil veces superiores a la supuesta utilidad que algunos ven en ella.
La guerra es
también una respuesta ineficaz: nunca resuelve los problemas que pretende
superar. ¿Quizás Yemen, Libia o Siria, por citar algunos ejemplos
contemporáneos, están mejor que antes de los conflictos? Si alguien piensa que
la guerra puede ser la respuesta, será porque se está haciendo las preguntas
equivocadas. El hecho de que todavía hoy seamos testigos de conflictos armados,
invasiones u ofensivas relámpago entre países manifiesta una falta de memoria
colectiva.
¿Acaso el siglo XX no nos enseñó el riesgo que corre toda la familia humana
cuando se enfrenta a la espiral de la guerra? Si realmente estamos todos
comprometidos con el fin de los conflictos armados, mantengamos viva la memoria
para actuar a tiempo y detenerlos cuando están en gestación, antes de que
estallen con el uso de la fuerza militar. Y para lograrlo es necesario el
diálogo, la negociación, la escucha, la habilidad y la creatividad diplomática,
y una política con visión de futuro capaz de construir un sistema de
convivencia que no se base en el poder de las armas ni en la disuasión. Y como
la guerra "no es un fantasma del pasado, sino que se ha convertido en una
amenaza constante" (carta encíclica "Fratelli tutti", 256),
vuelvo al escritor Elie Wiesel, superviviente de los campos de exterminio
nazis, que decía que hoy es imperativo realizar una "transfusión de
memoria" y nos invitaba a tomar distancia del presente para escuchar la
voz de nuestros antepasados. Escuchemos esa voz para no volver a ver las caras
de la guerra.
De hecho, la locura de la guerra queda grabada en la vida de quienes la sufren en primera persona: pensemos en los rostros de cada madre e hijo obligados a huir desesperadamente; en cada familia violada; en cada persona catalogada como "daño colateral" de los ataques, sin respeto por su vida. Veo una contradicción entre quienes afirman sus raíces cristianas pero luego fomentan los conflictos bélicos como formas de resolver intereses partidistas. ¡No! Un buen político debe aspirar siempre a la paz; un buen cristiano debe elegir siempre el camino del diálogo.
Si llegamos a la guerra,
es porque la política ha fracasado. Y cada guerra que estalla es también un
fracaso de la humanidad. Por eso debemos redoblar nuestros esfuerzos para
construir una paz duradera. Haremos uso de la memoria, la verdad y la justicia.
Juntos debemos allanar el camino hacia una esperanza común. Todos podemos y
debemos participar en este proceso social de construcción de la paz. El mismo
inicia en cada una de nuestras comunidades y se eleva como un grito a las
autoridades locales, nacionales y mundiales. De ellos es de quienes dependen
las iniciativas adecuadas para frenar la guerra. Y a ellos, al hacer esta
petición en nombre de Dios, les pido también que digamos no más a la producción
y al comercio internacional de armas.
El gasto mundial en armamento es uno de los más graves escándalos morales
de la época presente. También muestra cuánta contradicción hay entre hablar de
paz y, al mismo tiempo, promover o permitir el comercio de armas. Resulta aún
más inmoral que países de los llamados desarrollados a veces cierren la puerta
a personas que huyen de guerras que ellos mismos han promovido vendiendo
armamento. También ocurre aquí en Europa y es una traición al espíritu de los
padres fundadores. La carrera armamentística constituye una prueba del olvido
que puede invadirnos. O, peor aún, de insensibilidad. En 2021, en plena
pandemia, el gasto militar mundial superó por primera vez los 2.000 millones de
dólares. Un importante centro de investigación de Estocolmo proporcionó estas
cifras, y nos muestran que por cada 100 dólares que se gastan en el mundo, 2,2
se destinan a armas. Con la guerra hay millones de personas que lo pierden
todo, pero también unos pocos que ganan millones. Es desalentador incluso
sospechar que muchas guerras modernas se libran para promover las armas. Así no
se puede seguir.
Pido a los líderes de las naciones, en nombre de Dios, que se comprometan
firmemente a poner fin al comercio de armas que causa tantas víctimas
inocentes. Que tengan el valor y la creatividad de reemplazar la fabricación de
armas por industrias que promuevan la fraternidad, el bien común universal y el
desarrollo humano integral de sus pueblos. Ante el pensamiento de la industria
armamentística y de todo su sistema, me gusta recordar los pequeños gestos de
las personas que, incluso a través de actos individuales, no dejan de mostrar
hasta qué punto la verdadera voluntad de la humanidad es liberarse de las
guerras. Pero más allá del problema del comercio internacional de armamento
destinado a guerras y conflictos, no es menos preocupante la creciente
facilidad con la que en muchos países se puede llegar a poseer armas
denominadas "de uso personal", generalmente de pequeño calibre, pero
a veces también fusiles de asalto o de gran potencia.
¿Cuántos casos hemos visto de niños que han muerto por manipular armas en
sus casas, cuántas masacres se han perpetrado por el fácil acceso a ellas en
algunas naciones? Legal o ilegal, a gran escala o en los supermercados, el
comercio de armas es un gran problema en todo el mundo. Sería bueno que estos
debates tuvieran más visibilidad y que se buscara un consenso internacional
para que, a nivel mundial, se impongan restricciones a la producción,
comercialización y posesión de estos instrumentos de muerte. Cuando hablamos de
paz y seguridad a nivel mundial, la primera organización en la que pensamos es
la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y, en particular, su Consejo de
Seguridad.
La guerra de Ucrania ha vuelto a poner de manifiesto la necesidad de que el actual sistema multilateral encuentre formas más ágiles y eficaces de resolver los conflictos. En tiempos de guerra, es fundamental sostener que necesitamos más y mejor multilateralismo. La ONU se construyó sobre una Carta que pretendía dar forma al rechazo de los horrores que la humanidad vivió en las dos guerras del siglo XX. Aunque la amenaza de que vuelvan a producirse sigue viva, por otro lado, el mundo actual ya no es el mismo, por lo que es necesario repensar estas instituciones de forma que respondan a la nueva realidad existente y sean fruto del mayor consenso posible.
Se hizo más que evidente la necesidad de
estas reformas después de la pandemia, cuando el actual sistema multilateral
mostró todas sus limitaciones. Desde la distribución de las vacunas, hemos
tenido un claro ejemplo de cómo a veces la ley del más fuerte pesa más que la
solidaridad. Estamos, por tanto, ante una oportunidad ineludible para pensar y
llevar a cabo reformas orgánicas, encaminadas a que las organizaciones
internacionales recuperen su vocación esencial de servir a la familia humana,
de cuidar la Casa Común y de tutelar la vida de cada persona y la paz.
Pero no quiero cargar toda la culpa a las organizaciones, que en última instancia no son más -pero tampoco menos- que un ámbito en el que los Estados que las componen se reúnen y determinan su política y sus actividades. En ello radica la base de la deslegitimación y degradación de los organismos internacionales: los Estados han perdido la capacidad de escucharse mutuamente para tomar decisiones consensuadas y favorables al bien común universal.
Ningún
marco jurídico puede sostenerse sin el compromiso de los interlocutores, su
voluntad de entablar un debate justo y sincero, y su disposición a aceptar las
inevitables concesiones que surgen del diálogo entre las partes. Si los países
miembros de estos organismos no muestran la voluntad política de hacerlos
funcionar, estamos ante un claro retroceso. Vemos, en cambio, que prefieren
imponer sus propias ideas o intereses de una manera a menudo irreflexiva. Sólo
si aprovechamos la ocasión de la post-pandemia para reajustar estos organismos
podremos crear instituciones con las que abordar los grandes y cada vez más
urgentes desafíos que tenemos por delante, como el cambio climático o el uso
pacífico de la energía nuclear.
En este sentido, al igual que en mi carta encíclica Laudato si' insté a promover una "ecología integral", del mismo modo creo que el debate sobre la reestructuración de los organismos internacionales debería inspirarse en el concepto de "seguridad integral". Es decir, no limitarse ya a los cánones del armamento y la fuerza militar, sino ser conscientes de que en un mundo que ha alcanzado un nivel de interconexión como el actual, es imposible tener, por ejemplo, una seguridad alimentaria efectiva sin una seguridad medioambiental, sanitaria, económica y social. Y en esta hermenéutica debe basarse cualquier institución global que se pretenda rediseñar, invocando siempre el diálogo, la apertura a la confianza entre países y el respeto intercultural y multilateral.
En un contexto marcado por la urgencia, y en un
horizonte de condena de la locura de la guerra y de exhortación a redefinir el
marco internacional de las relaciones entre los Estados, no podemos ignorar la
espada de Damocles que pende sobre la humanidad en forma de armas de
destrucción masiva, como las armas nucleares.
Ante este panorama, nos preguntamos: ¿a quién pertenecen estos armamentos? ¿Qué controles existen? ¿Cómo frenar la lógica que gira en torno a la acumulación de ojivas nucleares con fines de disuasión? En este contexto, hago mía la condena de San Pablo VI a este tipo de armamento, que después de más de medio siglo no ha perdido actualidad: " Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna antes aún de causar víctimas y ruinas engendran malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desafíos, negras resoluciones, exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alteran la psicología de los pueblos".
No hay razón para seguir condenados al terror de la destrucción
atómica. Podemos encontrar formas que no nos dejen colgados de una inminente
catástrofe nuclear provocada por unos pocos. Forjar un mundo sin armas
nucleares es posible, siempre que tengamos la voluntad y los instrumentos; y es
necesario, dada la amenaza que este tipo de armamento supone para la
supervivencia de la humanidad.
Tener armas nucleares y atómicas es inmoral. Se equivocan quienes piensan
que son un atajo más seguro que el diálogo, el respeto y la confianza, que son
los únicos caminos que llevarían a la humanidad a la garantía de una
convivencia pacífica y fraterna. Hoy en día es inaceptable e inconcebible que
se sigan dilapidando recursos en la producción de este tipo de armas mientras
se avecina una grave crisis que tiene consecuencias sanitarias, alimentarias y
climáticas y sobre la que ninguna inversión será suficiente. La existencia de
armas nucleares y atómicas pone en peligro la supervivencia de la vida humana
en la Tierra. Por eso, cualquier petición en nombre de Dios para frenar la
locura de la guerra incluye también una petición para erradicar ese armamento
del planeta. El reverendo Martin Luther King lo expresó claramente en su último
discurso antes de ser asesinado: "Ya no se trata de elegir entre la violencia
y la no violencia, sino entre la no violencia y la no existencia". La
elección depende de nosotros.
Traducción no oficial
Vatican News