1 – Noviembre. Martes. Todos los Santos
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Evangelio
según san Mateo 5, 1-12
Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os
calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque
vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron
a los profetas anteriores a vosotros.
Comentario
Hoy la Iglesia
conmemora a todas aquellas personas que vivieron la amistad con Dios en su
caminar terreno y entraron por eso en su gloria. Algunos santos son elevados a
los altares como modelos de virtud y amor de Dios. Pero muchos otros dejaron
día a día una impronta de santidad que pasó quizá desapercibida a ojos humanos,
pero que nunca escapa a la mirada atenta y amorosa de Dios.
“Todos los
Santos es la fiesta de la santidad discreta, sencilla —comentaba Fernando
Ocáriz, prelado del Opus Dei—. La santidad sin brillo humano, que parece
no dejar rastro en la historia; y que, sin embargo, brilla ante el Señor y deja
en el mundo una siembra de Amor de la que no se pierde nada”[1].
Como evangelio
de la Misa de este día de todos los Santos, la liturgia eligió el pasaje de las
bienaventuranzas según san Mateo, como para subrayar que ellas son el
equivalente de la santidad, tanto de aquella que se hace famosa, por
decirlo así, y destinada a algunos, como de aquella que solo es conocida
plenamente en el Cielo.
Los evangelios
recogen dos versiones del discurso de Jesús sobre las bienaventuranzas: la de
Lucas, con sus cuatro bienaventuranzas y cuatro ayes, y la de Mateo, que es la
que contemplamos hoy y que incluye nueve bienaventuranzas. Mateo nos muestra a
Jesús enseñando al pueblo, sentado en lo alto de un monte, rememorando a
Moisés, que entregó a los israelitas las tablas de la Ley después de permanecer
en lo alto del monte Sinaí junto a Dios. Jesús baja a la tierra y enseña con
autoridad, para llevar a plenitud aquella primera ley e invita a los hombres a
ser perfectos como el Padre celestial (cfr. Mt 5,48).
Cada una de
las bienaventuranzas, con su lenguaje desconcertante, han suscitado numerosos
comentarios a lo largo de la historia de la Iglesia. A modo de síntesis, el
Catecismo explica que sobre todo “las bienaventuranzas dibujan el rostro de
Jesucristo y describen su caridad”[2]. Jesús es el
principal bienaventurado y dichoso porque vivió en la tierra en unión amorosa
con el Padre, que es la mayor dicha, por encima de cualquier tribulación.
Por eso las
bienaventuranzas son un compendio de la santidad y una llamada a la misma, ya
que “iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los
santos”[3].
Jesús nos
invita, en palabras del Papa Francisco, a “que emprendamos el camino de las
Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir
todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos
lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por
lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la
felicidad de Dios! El Señor nos anima y a quien quiera que tome el camino de
las Bienaventuranzas dice: ‘Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en los cielos’ (Mt 5,12). ¡Que la Santa Madre de Dios, Reina de los
santos, nos ayude a caminar decididos por la senda de la santidad! Que Ella,
que es la Puerta del Cielo, lleve a nuestros amados difuntos a la familia
celestial”[4].
Pablo M. Edo
Fuente: Opus
Dei






