20 - Noviembre. Domingo. Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
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Dominio público |
Evangelio según san Lucas 23,
35-43
El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te
digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Comentario
La Solemnidad de Cristo Rey
cierra el año litúrgico que se había iniciado el año 2018 con el tiempo de
Adviento. Y la Iglesia propone para el evangelio de la Misa la escena de la
agonía de Jesús en la cruz, en medio de las burlas de los circunstantes y con
la inscripción que lo declara con publicidad e ironía como rey de los judíos.
El reino de Cristo es misterioso
y aparece en esta escena como oculto. El Papa Francisco comentaba que este
evangelio presenta la realeza de Jesús “de una manera sorprendente. «El Mesías
de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23,35.37) se muestra sin poder y sin
gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su
realeza es paradójica”. Y el Papa concluía: “la grandeza de su reino no es el
poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y
restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió
nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la
traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De
esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar
y salvar a todo viviente”[1].
San Lucas es quizá el evangelista
que más ha subrayado este amor misericordioso de Jesús durante su pasión; un
amor capaz de soportarlo todo para salvarnos. Es quien recoge por ejemplo el
ruego de Jesús al Padre por sus verdugos (v. 34); y narra uno de los episodios
lucanos más característicos: la conversión del buen ladrón, que aparece en esta
escena como la primicia de la victoria de Cristo y de su misterioso reinado.
El ladrón desarrolla en este
episodio las virtudes necesarias para acoger el reino de Dios. Como explica san
Gregorio Magno, “tuvo fe, porque creyó que reinaría con Dios, a quien veía
morir a su lado; tuvo esperanza, porque pidió entrar en su reino, y tuvo caridad,
porque reprendió con severidad a su compañero de latrocinios, que moría al
mismo tiempo que él, y por la misma culpa”[2]. Aquel hombre
sufría los mismos tormentos que Jesús. Pero en vez de unirse a las burlas del
resto y echarle en cara su aparente pasividad ante la injusticia, sabe
reconocer en el nazareno, compañero de suplicio, al Hijo de Dios.
Por otro lado, el buen ladrón
manifiesta una disposición fundamental demandada al otro ladrón: “¡ni siquiera
tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios!” (v. 40). El temor de Dios
significa aquí asumir con responsabilidad y sinceridad las consecuencias de los
propios actos, sin echarle a Dios la culpa de ellos. Es lo que el ladrón le explica
al otro malhechor: “Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo
merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal”. El temor de
Dios mueve al buen ladrón a reconocer y confesar su culpa. Así pasa, mediante
la contrición, del temor al amor: “¡Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino!”
(v. 43). Y recibe entonces no solo el perdón de Dios sino también la promesa
del paraíso. Como explica san Ambrosio, “el Señor concede siempre más de lo que
se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él, pero el Señor le dice
lo que sigue: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el
paraíso". La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está
Jesucristo allí está su reino”[3]. La actitud
contrita del buen ladrón le mereció todo el amor de Dios y entrar en su reino.
A propósito de esta escena san Josemaría comentaba: “He repetido muchas veces
aquel verso del himno eucarístico: "Peto quod petivit latro pœnitens",
y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido! “Reconoció que él sí
merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se
"abrió" las puertas del Cielo”[4].
[2] San Gregorio Magno, Moralia 18,25.
[3] San Ambrosio, Catena aurea, in loc.
[4] San Josemaría, Vía Crucis, XII Estación, n. 4.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei