11 - Diciembre. III Domingo de Adviento «Gaudete»
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Evangelio según san Mateo 11,
2-11
Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle:
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
Jesús les respondió:
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!».
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
«¿Qué
salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O
qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo
habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta?
Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío a
mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”.
En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que
Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande
que él.
Comentario
Este texto del Evangelio,
correspondiente a la tercera semana de adviento, nos invita a prepararnos para
el encuentro con el Señor, guiados por la predicación de Juan Bautista.
La persona y el mensaje de Juan
habían impresionado profundamente a las gentes de Judá. En aquel tiempo, una
efervescencia de esperanzas mesiánicas suscitaba el anhelo de una pronta
intervención salvadora de Dios a favor de su pueblo. Después de siglos en los
que el Señor no había enviado ningún profeta, la personalidad austera de Juan y
su llamada a la conversión lo acreditaban como un enviado del Señor. Máxime
cuando no buscaba para sí ningún protagonismo, sino que anunciaba una nueva y
pronta intervención divina en la historia, por medio de alguien mayor que él,
cuya llegada era inminente.
Juan es aquel de quien está
escrito en el Antiguo Testamento: “Mira que yo envío a mi mensajero delante de
ti, para que vaya preparándote el camino”. La primera parte de la frase está
tomada del libro del Éxodo (Ex 23,20) y se refiere en primera instancia a
Moisés, a quien el Señor había enviado para que guardase y guiase a su pueblo
en su peregrinación por el desierto, camino de la tierra prometida. La segunda
parte de la frase procede de una reelaboración hecha por Malaquías de ese
pasaje del Éxodo, en el que ese mensajero ya no es Moisés, sino alguien que
vendrá después que él, pero que también tendrá la misión de preparar una gran
intervención divina: “ved que yo envío mi mensajero a preparar el camino
delante de Mí” (Ml 3,1). Ambos textos bíblicos anuncian una pronta intervención
salvadora de Dios, que viene para juzgar y salvar, e invitan a abrir la puerta
del corazón para que, cuando llegue, pueda entrar y sanarlo. Estas palabras,
que habían alimentado la esperanza de muchas generaciones de hombres y mujeres
fieles en el pueblo de Dios, se hicieron realidad en Jesús tras el anuncio
realizado por Juan Bautista.
Leídas hoy, a falta de pocos días
para la celebración del nacimiento en Belén del Hijo de Dios hecho hombre,
también alimentan nuestra esperanza y nos invitan a prepararnos a fondo para
abrirle paso a nuestros corazones, de modo que pueda entrar, y disponer allí su
aposento.
¿Qué sucedió a quienes en aquel
momento, siguiendo la predicación de Juan el Bautista a la penitencia,
acogieron bien a Jesús? Lo que todos podían constatar: “los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos
resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio” (v.5). Pudieron
experimentar el efecto sanador, transformador y revitalizador de la acción
divina en cada uno.
A la vez, quienes se dejan sanar
y transformar por el Señor, serán tan buenos amigos de él, que ellos mismos
podrán ir por el mundo sembrando esa paz y esa esperanza que fue sembrando el
Maestro en sus caminos por la tierra. Así lo hacía considerar san Josemaría:
“Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes
que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían
el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse,
tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y
realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están
muertos, como Lázaro: ‘Iam fatet, quatriduanus est enim’ (Jn 11,39). Vosotros,
con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina,
de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven”[1].
[1] S. Josemaría, En diálogo con el Señor (Rialp: Madrid, 2017), cap. 15, n. 5f.
Fuente: Opus Dei






