27 - Diciembre. Martes. San Juan, apóstol y evangelista
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Evangelio según san Juan 20, 1a.
2-8
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que
Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el
sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos,
sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro; vio y creyó.
Comentario
La liturgia celebra hoy la fiesta de san Juan, apóstol y
evangelista, hijo de Zebedeo. Según la tradición, Juan es el “discípulo amado”
que se recostó sobre el pecho del Maestro en la última cena (Jn 13,25),
acompañó a Jesús en el suplicio de la Cruz junto a María (Jn 19, 26-27), fue
testigo del sepulcro vacío y posteriormente de la Presencia del Resucitado (Jn
20, 2; 21, 7).
En la escena del evangelio de hoy vemos a María Magdalena, Pedro
y Juan en torno al sepulcro vacío. Esta escena es de suma importancia porque
está en juego la verdadera dimensión del mensaje de Jesús, que Juan supo
transmitir con tanta fuerza. Sólo si el amor de Jesús era más fuerte que la
fatídica muerte, valdría la pena arriesgarlo todo por el Maestro. Sin esta
victoria, sus palabras quedarían en meras promesas que se perderían con el
correr del tiempo.
Es quizá, gracias al amor real y concreto que Juan recibió
estando cerca del Maestro, que lo ayudaron a mantenerse expectante y como en
guardia después de los sucesos de la pasión y muerte de Jesús. Había algo de
auténtico e inmortal en el amor de Jesús, que hacía presentir que la historia
del Maestro no podía terminar en tinieblas.
Estos y otros numerosos recuerdos de Jesús se agolparían en su
mente al escuchar las noticias de María Magdalena, sobre la tumba vacía. La
emoción lo hace correr más velozmente que Pedro, aunque al llegar lo espera en
señal de respeto hacia el jefe de los apóstoles. Al asomarse no encuentra a
Jesús pero ve los lienzos plegados, que le recuerdan vivamente que el misterio
del resucitado es también el del crucificado.
Y aunque los lienzos no ofrecían una
certeza absoluta, Juan contaba en su corazón con la claridad que sólo el amor
puede otorgar. Viendo aquello supo en
su interior que las palabras que escuchó tan atentamente de los labios del
Maestro no eran sino verdades. Jesús había resucitado y ahora quedaba esperar a
poder verlo y escucharlo nuevamente.
Existe un antiguo himno, que se reza en la liturgia de las horas,
compuesto en honor al evangelista, que puede servirnos para terminar este
comentario. El texto nos recuerda que en el discípulo amado tenemos un modelo
para que todos imitemos, ya que todos estamos llamados a esa relación de amor
con el Señor resucitado.
Tú que revelaste a Juan
tus altísimos decretos
y los íntimos secretos
de hechos que sucederán,
haz que yo logre entender
cuánto Juan ha contado.
Déjame, Señor, poner
mi cabeza en tu costado.
Tú que en la cena le abriste
la puerta del corazón,
y en la transfiguración
junto a ti lo condujiste,
permíteme penetrar
en tu misterio sagrado.
Déjame, Señor, posar
mi cabeza en tu costado.
Tú que en el monte Calvario
entre tus manos dejaste
el más santo relicario:
la carne donde habitaste;
tú que le dejaste ser
el hijo bien adoptado.
Déjame, Señor, poner
mi cabeza en tu costado.
Y tú, Juan, que a tanto amor
con amor correspondiste
y la vida entera diste
por tu Dios y tu Señor,
enséñame a caminar
por donde tú has caminado.
Enséñame a colocar
la cabeza en su costado. Amen
Martín Luque
Fuente: Dominicos






