Entrando en el tiempo ordinario del año litúrgico, el Papa Francisco comenzó su ciclo de catequesis sobre “la pasión por la evangelización y el celo apostólico del creyente”, donde reflexionó sobre la conversión de Mateo
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| El Papa Francisco en la Audiencia general de hoy. Crédito: Daniel Ibáñez / ACI Prensa. |
A continuación, la catequesis pronunciada
por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Empezamos hoy un nuevo ciclo de
catequesis, dedicado a un tema urgente y decisivo para la vida cristiana: la
pasión por la evangelización, es decir el celo apostólico. Se trata de una
dimensión vital para la Iglesia: la comunidad de los discípulos de Jesús de
hecho nace apostólica, misionera, no proselitista, algo que desde el inicio
tenemos que distinguir. No tiene nada que ver una cosa con la otra.
El Espíritu Santo la plasma en
salida -la Iglesia en salida, que sale-, para que no se repliegue sobre sí
misma, sino que se extrovierte, testimonio contagioso de Jesús. La fe se
contagia, llegando a irradiar su luz hasta los confines de la tierra. Pero
puede suceder que el ardor apostólico, el deseo de alcanzar a los otros con el
buen anuncio del Evangelio, disminuya. A veces parece eclipsarse. Son
cristianos cerrados que no piensan en los otros.
Pero cuando la vida cristiana
pierde de vista el horizonte del anuncio, se enferma: se cierra en sí misma, se
vuelve autorreferencial, se atrofia. Sin celo apostólico, la fe se marchita.
Sin embargo, la misión es el oxígeno de la vida cristiana: la tonifica y la
purifica.
Emprendemos entonces un camino al
descubrimiento de la pasión evangelizadora, empezando por las Escrituras y la
enseñanza de la Iglesia, para obtener de las fuentes el celo apostólico.
Después nos asomaremos a algunas
fuentes vivas, a algunos testimonios que han encendido de nuevo en la Iglesia
la pasión por el Evangelio, para que nos ayuden a reavivar el fuego que el
Espíritu Santo quiere hacer arder siempre en nosotros.
Quisiera empezar por un episodio
evangélico de alguna manera emblemático: la llamada del apóstol Mateo, que
hemos escuchado, así como él mismo lo cuenta en su Evangelio (cf. 9,9-13)
Todo empieza por Jesús, el cual
“ve” –dice el texto– «un hombre». Pocos veían a Mateo tal y como era: lo
conocían como aquel que estaba «sentado en el despacho de impuestos» (v.
9).
De hecho, era un recaudador de
impuestos: es decir, uno que recaudaba tributos de parte del imperio romano que
ocupaba Palestina. En otras palabras, era un colaboracionista, un traidor del
pueblo. Podemos imaginar el desprecio que la gente sentía por él: era un
“publicano”. Pero, a los ojos de Jesús, Mateo es un hombre, con sus
miserias y su grandeza. Estar atentos a esto, Jesús no se queda en los
adjetivos, siempre busca los sustantivos, Jesús va a la persona, a la
sustancia, al sustantivo, nunca al adjetivo, deja pasar los adjetivos.
Y mientras entre Mateo y su gente
hay distancia, porque ellos veían el adjetivo, “publicano”, Jesús se acerca a
él, porque todo hombre es amado por Dios. ¿También este desgraciado?
Sí, de hecho, Él ha venido por este desgraciado. Lo dice el Evangelio: “Yo he
venido por los pecadores, no por los justos”. Esta mirada de Jesús
que es bellísima, que ve al otro, sea quien sea, como un destinatario de amor,
es el inicio de la pasión evangelizadora. Todo parte de esta mirada, que
aprendemos de Jesús.
Podemos preguntarnos: ¿cómo es
nuestra mirada hacia los otros? ¡Cuántas veces vemos los defectos y no las
necesidades; cuántas veces etiquetamos a las personas por lo que hacen o
piensan! También como cristianos nos decimos: ¿es de los nuestros o no es de
los nuestros? Esta no es la mirada de Jesús: Él mira siempre a cada uno
con misericordia y predilección. Y los cristianos están llamados a hacer como
Cristo, mirando como Él especialmente a los llamados “alejados”. De hecho, el
pasaje de la llamada de Mateo concluye con Jesús que dice: «No he venido a llamar
a justos, sino a pecadores» (v. 13). Y si cada uno de nosotros se siente justo,
Jesús está lejos. Jesús se acerca a nuestras limitaciones y a nuestras
miserias, para curarnos.
Por tanto, todo empieza por la
mirada de Jesús, que ve un hombre. A esto le sigue –segundo paso– un
movimiento. Primero la mirada, Jesús vio, después el segundo paso, el
movimiento. Mateo estaba sentado en el despacho de los impuestos; Jesús le
dijo: «Sígueme». Y él «se levantó y le siguió» (v. 9). Notamos que el texto
subraya que “se levantó”. ¿Por qué es tan importante este detalle? Porque
en esa época quien estaba sentado tenía autoridad sobre los otros, que estaban
de pie delante de él para escucharlo o, como en ese caso, para pagar el
tributo. Quien estaba sentado, en resumen, tenía poder.
Lo primero que hace Jesús es
separar a Mateo del poder: del estar sentado recibiendo a los otros lo pone en
movimiento hacia los otros. No recibe, no; va hacia los otros; le hace dejar
una posición de supremacía para ponerlo a la par con los hermanos y
abrirle los horizontes del servicio. Esto hace Cristo y esto es
fundamental para los cristianos: nosotros discípulos de Jesús, nosotros
Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos,
ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? Es una posición que no es
cristiana, decir “que vengan, yo estoy aquí”. No, ve tú a buscarlo, da tú el
primer paso.
Una mirada, Jesús ve, un
movimiento, se levanta y, finalmente, una meta. Después de haberse
levantado y haber seguido a Jesús, ¿dónde irá Mateo? Podríamos imaginar
que, cambiada la vida de ese hombre, el Maestro le conduzca hacia nuevos
encuentros, nuevas experiencias espirituales. No, o al menos no
enseguida.
En primer lugar, Jesús va a su
casa; ahí Mateo le prepara «un gran banquete», en el que «había un gran número
de publicanos» (Lc 5,29), eso es, gente como él. Mateo vuelve a su ambiente,
pero vuelve cambiado y con Jesús. Su celo apostólico no empieza en un lugar
nuevo, puro e ideal, sino ahí donde vive, con la gente que conoce.
Este es el mensaje para nosotros:
no debemos esperar ser perfectos y tener hecho un largo camino detrás de Jesús
para testimoniarlo; nuestro anuncio empieza hoy, ahí donde vivimos. Y no
empieza tratando de convencer a los otros, sino testimoniando cada día la
belleza del Amor que nos ha mirado y nos ha levantado.
Y será esta belleza, comunicar
esta belleza, lo que convencerá a la gente. No nosotros, el mismo Jesús.
Nosotros somos aquellos que anuncian al Señor, no nos anunciamos a nosotros
mismos ni anunciamos un partido político, una ideología, no, anunciamos a
Jesús. Ponemos en contacto a Jesús con la gente. Sin convencerlos, dejemos que
el Señor les convenza. Como de hecho nos enseñó el Papa Benedicto, «la Iglesia
no hace proselitismo. Más bien crece por atracción». No olvidéis esto.
Cuando vosotros veáis cristianos que hacen proselitismo, que os hacen una lista
de la gente que vendrá... estos no son cristianos. Son paganos disfrazados de
cirstianos, pero con el corazón pagano. La Iglesia crece no por proselitismo,
crece por atracción.
Una vez recuerdo que en el
hospital de Buenos Aires, las monjas que trabajaban ahí se fueron porque
eran pocas y no podían llevar adelante el hospital. Y vino una comunidad de
monjas de Corea, y llegaron un lunes, por ejemplo, ya no recuerdo el día. Se
hicieron con la casa de las monjas del hospital y el martes fueron a visitar a
los enfermos del hospital. No hablaban una palabra de español, solamente
hablaban coreano. Los enfermos estaban felices, porque comentaban qué buenas
estas monjas. “Pero, ¿qué te ha dicho la monja?”, “nada, pero me ha hablado con
la mirada”. Han comunicado a Jesús, no a sí mismas. Con la mirada, con los
gestos. Comunicar a Jesús, no a nosotros mismos. Esto es la atracción, lo contrario
al proselitismo.
Este testimonio atractivo y
alegre es la meta a la que nos lleva Jesús con su mirada de amor y con el
movimiento de salida que su Espíritu suscita en el corazón. Nosotros podemos
pensar si nuestra mirada se parece a la de Jesús, para atraer a la gente, para
acercarlos a la Iglesia. Pensemos en esto. Gracias.
Fuente: ACI Prensa






