12 - Enero. Jueves de la I semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Marcos 1,
40-45
Se le acerca un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien
alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente
en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a
él de todas partes.
Comentario
Ya casi nadie quiere
arrodillarse. Muy pocos pueden vislumbrar que, quizá, ese gesto es el único que
nos abre la puerta de la esperanza. Y, mucho menos, que posiblemente sea el
acto más decente y estimable que podamos realizar en nuestro breve paso por la
tierra. Por eso, en el evangelio de hoy aprendemos de un leproso una
maravillosa lección evangélica.
El leproso de Galilea sabe que es
leproso, asume su condición de descartado y presenta sus heridas a la mirada de
Jesús. Es precisamente la aceptación de su miseria la que le lleva a correr
para postrarse de hinojos ante el nazareno que, aunque no lo sabía, es el verbo
de Dios encarnado.
Porque arrodillarse también
implica reconocer que no estoy solo con mis penalidades. Que hay alguien que
puede librarme de mi inmundicia. Que hay alguien a quien puedo confiarle mi
nada y mi pobreza. Un hombre, una mujer arrodillados son el mejor icono de la
esperanza.
Arrodillarse ante Jesús significa
que solamente Él justifica mi existencia. Queremos vivir arrodillados siempre:
cada mañana y cada noche, nada más levantarnos y antes de acostarnos. Deseamos
arrodillarnos también ante el Cuerpo y Sangre todos los días en la misa, cuando
resuenan en el templo las campanillas durante la elevación de las sagradas
especies. Y también delante del sacerdote en el sacramento de la Penitencia.
Como el leproso queremos decir: Si quieres, puedes limpiarme. Porque
deseamos escuchar la voz de Cristo, que dice: Sí, quiero, queda limpio.
José María García Castro
Fuente: Opus Dei






