Artículo elaborado a partir de testimonios del consultorio de Aleteia. La terapeuta Orfa Astorga habla de cómo enfocar acertadamente los propósitos de un nuevo año
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«A mis
hijos y nietos les quiero mostrar mis más importantes propósitos con el paso de
los años». Así se expresó recientemente una persona que mostró gran sabiduría
al acudir al consultorio de Aleteia.
La templanza una dimensión de la
primera libertad
Decía:
—Como tanta gente, me propuse los consabidos propósitos para el
año nuevo. En mi primera juventud, me planteaba no seguir en exceso mis
apetitos sensibles y sustraerme a la complacencia hedonista que en el anonimato
me proponían la publicidad, las costumbres sociales y los diferentes medios de
comunicación.
Y muchas veces cediendo al «que tanto es tantito», salí tristemente derrotado hasta que gradualmente pude volverme más reflexivo con propósitos para lograr mi autodominio.
La vida buena en vez de la buena
vida
Luego en mi vida profesional vinieron mis primeros tropiezos, pues
creía que la medida de verdadero logro era la «buena vida» del materialismo, el
confort, el hedonismo… Por lo que más de una vez no fui fiel a mis principios,
hasta que me di cuenta de que, si quería serlo, debía crecer en humanidad, por
lo que hice
el propósito de crecer en virtudes.
La mayoría de edad
Me encontraba en la plenitud de la vida, y con todo, debía
mantenerme en guardia, para que lo que pensara, dijera e hiciera
coincidieran en la verdad de mi persona. Una verdad que me
dieran una vida estable, que me permitiera cuidar con esmero mi
fidelidad a Dios, a mi esposa, familia, amigos y más…
Mi trabajo me costaba, pero supe apelar a los buenos consejos y la
gracia de Dios, ante mis dudas y mis fallos.
Así, adquirí sensibilidad para advertir la intimidad de los demás,
lo que no solo me permitió cultivar y cuidar la verdadera amistad sino, sobre
todo, el saber reconciliarme conmigo mismo, por lo que hice el
propósito de cultivar cada vez más mi interioridad.
Acumulando más años
A mis cincuenta años, debí admitir que ya no tenía la misma
energía, que bajaba mi capacidad de trabajo, al tiempo que aparecían arrugas y
se me caía el pelo, y.… la verdad es, que necesité de la humildad para contrarrestar
el golpe al ego, al reconocer mi cada vez más lejana lozanía.
Tal
cosa dejo de preocuparme cuando aparecieron los primeros achaques que llegaron
para quedarse.
Entonces ya no quería verme joven sino solo sentirme bien, y
comencé a cuidar mis rutinas de ejercicio y lo que comía, aceptando con paz mi
paulatino declive.
Con todo, decidí que no me guardaría cómodamente en una cercana
jubilación, por lo que me hice el propósito de mantener mi entrega al
servicio de los demás.
Entrando en la vejez
A Dios gracias llegué a los sesenta años, aunque con la inquietud
de saber que cada vez estaba más lejos de la fecha de mi nacimiento y más cerca
del término de mi vida, así que hice un plan en el que, ante todo, debía
cultivar mi paz y mi libertad interior, evitando preocupaciones inútiles y,
según las palabras de un santo de mi devoción, «amando al mundo sin caer en lo
mundano».
Y me hice el propósito de cuidar mi fidelidad, hasta en lo más
mínimo, y crecer en la fe.
Setenta años
Mas pronto de lo que pensaba, llegué al séptimo piso, con la
visión y mi capacidad auditiva bastante disminuidas, pero con el espíritu
expandido, pues si bien a Dios no lo vemos, por fortuna nos habla al corazón.
Así que, me hice el propósito de dejarlo entrar de
lleno en mi vida, sin reservarme ya nada, con una radical esperanza.
Llegar a ser la persona que seré ante
Dios.
No sé si llegaré a los ochenta y más, pero lo que si sé es que por
muy senil que me encuentre, nada me impedirá seguir creciendo en el
amor a Dios y a los demás, que en eso consiste la eterna
juventud, con la que entraré en la eternidad.
Y la eternidad es Dios.
Orfa Astorga
Fuente: Aleteia