5 - Febrero. V Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 5,
13-16
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante
los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre
que está en los cielos.
Comentario
Inmediatamente después de exponer
las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12), Jesús habla de lo que están llamados a ser en
el mundo y en la sociedad quienes acojan su palabra y vivan de acuerdo con ese
mensaje. Lo sugiere con unas imágenes muy expresivas: la sal y la luz.
La salazón de alimentos para
conservarlos era muy importante cuando no se disponía de los actuales sistemas
frigoríficos, y además les proporcionaba un toque de sabor. La sal evita la
corrupción a la vez que hace más gustosa la comida, y eso lo consigue
discretamente, mezclada entre los ingredientes. En el Antiguo Testamento se le
reconoce a la sal un valor purificador (cf. Ex 30,35), y es símbolo de la
fidelidad (cf. Nm 18,19). En ese sentido, los discípulos de Cristo estamos
invitados a ser sal en todos los ambientes donde se desarrolla nuestra vida,
purificándolos y haciéndolos agradables.
En Palestina en tiempo de Jesús
la sal de uso doméstico no era muy refinada. Se trataba de material salado
procedente del Mar Muerto, mezclado con muchas impurezas. Para usarlo, se
diluía y se retiraba lo sobrante. En ocasiones esa sustancia tenía mucho más
polvo que sal, por lo que la disolución resultaba casi sosa, de modo que no
servía para nada sino para desecharla tirándola por tierra. Jesús se sirve de
esa experiencia de la vida diaria para invitar a mantener la integridad en el
pensar y en el hacer. La lección es siempre actual, como lo recordaba san
Josemaría: “Tú eres sal, alma de apóstol. –‘Bonum est sal’ –la sal es buena, se
lee en el Santo Evangelio, ‘si autem sal evanuerit’– pero si la sal se
desvirtúa..., nada vale, ni para la tierra, ni para el estiércol; se arroja
fuera como inútil. Tú eres sal, alma de apóstol. –Pero, si te desvirtúas...”[1].
Por su parte, la luz es algo
imprescindible para ver, y se enciende para que alumbre, no para estar
escondida. Pero también tiene un profundo sentido teológico. El Verbo, que
existía desde el principio junto a Dios y que es Dios, es “la luz verdadera,
que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9), y los discípulos de Cristo, participando
de su claridad, están llamados a ser “luceros en el mundo” (Flp 2,15). En los
textos litúrgicos antiguos se llama al bautismo “iluminación”, de modo que el
cristiano “‘tras haber sido iluminado’ (Hb 10,32), se convierte en ‘hijo de la
luz’ (1Ts 5,5), y en ‘luz’ él mismo’”[2].
El cristiano es sal y luz del
mundo cuando, con su ejemplo y con su palabra, lleva a cabo una actividad
apostólica intensa. El Concilio Vaticano II así lo enseña, aludiendo a este
pasaje evangélico: “A los laicos se les presentan innumerables ocasiones para
el ejercicio del apostolado de la evangelización y de la santificación. El
mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con
espíritu sobrenatural, tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y
hacia Dios, pues dice el Señor: ‘alumbre así vuestra luz ante los hombres, para
que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los
cielos’ (Mt 5, 16)”[3].
Esta acción apostólica a la que
Jesús llama a sus discípulos resulta especialmente urgente en un mundo
secularizado donde, como señalaba el beato Álvaro del Portillo, “innumerables
personas se apartan de Él en todos los ambientes de la sociedad. Nosotros, con
tantos otros cristianos que también trabajan por Cristo en el seno de la
Iglesia, hemos de construir –¡cómo me gusta repetir esta idea!– como un muro de
contención que frene a los hombres en su loca huida de Dios, con el deseo de
convertirlos en apóstoles que contribuyan a que las almas tornen a Dios. ¿Y qué
somos nosotros? Un poco de sal, un poco de levadura metida en la masa de la
humanidad (cfr. Mt 5, 13). Pero esta sal y esta levadura, con la gracia de Dios
y nuestra correspondencia, devolverá el sabor divino a quienes se han vuelto
insípidos, hará fermentar la harina, hasta transformarla en buen pan”[4].
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 1216.
[3] Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 6.
[4] Beato Álvaro del Portillo, “Homilía 28-XI-1987”, en Romana 5 (1987) 234.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei