7.2.23

EVANGELIO DEL DÍA

7 - Febrero. Martes de la V semana del Tiempo Ordinario

Misioneros digitales católicos MDC

Evangelio según san Marcos 7, 1-13

Se reunieron junto a él los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén; y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Pues los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y al volver de la plaza no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas). 

Y los fariseos y los escribas le preguntaron: «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?». 

Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». 

Y añadió: «Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre” y “el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte”. Pero vosotros decís: “Si uno le dice al padre o a la madre: los bienes con que podría ayudarte son corbán, es decir, ofrenda sagrada”, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre; invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os transmitís; y hacéis otras muchas cosas semejantes». 

Comentario

Quizás muchos de nosotros compartimos un recuerdo común: el de nuestras madres o abuelas insistiéndonos en la importancia de lavarnos las manos antes de comer.

Muchas veces lo habremos hecho a regañadientes, sin darle mayor importancia a las normas de higiene o a la posibilidad de contraer una enfermedad. Nos gustaba jugar, y por lo tanto, ensuciarnos. Nos gustaba comer, y por lo tanto, todo lo que retrasara ese momento era un trámite a evitar.

Sin embargo, obedecíamos. Ya fuera para evitar un castigo, una reprimenda, o simplemente para comer cuanto antes, obedecíamos. También, en el fondo, porque percibíamos que la palabra de la madre o de la abuela venía envuelta en un aura de sabiduría que era necesario respetar.

Pero entonces, crecimos. Y seguimos lavándonos las manos, aunque ya no estuvieran allí madre o abuela para recordárnoslo. Simplemente, el recuerdo de su cariño y la experiencia que hemos ido adquiriendo nos han hecho entender que no era un simple capricho: lavarse las manos era importante. Tenía un sentido. La salud estaba en juego.

Por desgracia, en la vida de quienes criticaban a Jesús se produjo un drama: jamás crecieron. Su amor quedó estancado. Seguían lavándose las manos, pero lo hicieron siempre por miedo al castigo. Nunca entendieron que los mandamientos de Dios no eran un capricho, sino una orientación que se prescribía para la salud de sus almas.

Por eso, no eran capaces de vivir ni siquiera el dulcísimo precepto, como llamaba san Josemaría al cuarto mandamiento. Precisamente porque no captaron que detrás del mandato hay un espíritu. Detrás de ese lávate las manos antes de comer se escondía un profundo anhelo de vernos dignos, sanos y fuertes.

El mismo espíritu que late detrás de cada uno de los diez mandamientos: el deseo que tiene Dios de que tengamos el corazón limpio, sobre todo para poder contemplarlo a Él (cfr. Mateo 5, 8).

Luis Miguel Bravo Álvarez 

Fuente: Opus Dei


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