En el camino de las bienaventuranzas no esperamos encontrar la felicidad, es necesario cambiar la mirada
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El
problema de la
felicidad es tan antiguo que a él le han dedicado tiempo
pensadores de hace tanto tiempo como Séneca, quien en De vita
beata, escribió:
Oh
Galión, hermano mío, todos los hombres quieren ser felices; pero todos están
ciegos a la hora de examinar en qué consiste la felicidad.
El tema de la felicidad es
también retomado en la literatura cristiana. Por ejemplo por Ambrosio y Agustín, para luego llegar a
reflexiones más recientes como la de J.J. Rousseau, quien volvió sobre la
dificultad de comprender qué es la felicidad:
Todos
los seres humanos queremos ser felices; además, para llegar a tal condición,
hay que empezar por comprender qué se entiende por felicidad.
¿Conquista o regalo?
Si
nos fijamos bien, también Jesús, en el primero de los grandes
discursos del Evangelio, comienza por la felicidad, quizás
porque sabe bien lo importante que es este tema para nosotros.
Y de este modo niega todas aquellas interpretaciones del
cristianismo que, al omitir este pasaje, lo convierten en la religión de los
infelices y de los reprimidos.
Pero para entrar en esta escuela de Jesús y comprender sus
palabras, es necesario, como dijo en el capítulo anterior (Mt 4,17), cambiar de
forma de pensar.
De hecho, anticipándose a la perplejidad de Rousseau, Jesús comienza con
una aclaración de lo que debemos entender por el término felicidad, liberándonos
de falsas ideas que nos confunden.
Para
ayudar a cambiar de perspectiva, Jesús cambia la palabra que
se usaba en la tradición clásica, por ejemplo por Aristóteles, para hablar de
felicidad.
De hecho, Aristóteles en sus
escritos de ética indicaba la felicidad con el término eudaimonia,
queriendo decir aquella predisposición a poner en marcha
comportamientos para alcanzar un fin, que nos debe
conducir progresivamente hacia la realización de nosotros mismos. En otras
palabras, tenemos que trabajar duro si queremos ser felices. La felicidad
depende de nosotros, debemos conquistarla implementando comportamientos
adecuados.
Jesús en cambio usa un
adjetivo, macharios, para
indicar por lo tanto una condición. La felicidad para Él es un don, no una
conquista. Y hay situaciones muy frecuentes en nuestra
vida que crean condiciones favorables para recibir este don. De hecho, la
felicidad es solo obra de Dios.
El texto sobre las bienaventuranzas, es decir, sobre las
situaciones en las que podemos ser felices, comienza y termina con la expresión
«reino de los cielos». Es una figura que nos indica un lugar donde «viven» los
felices, en otras palabras, esta expresión ocupa el lugar de Dios, que es el
verdadero protagonista de este texto: es Él quien nos hace felices, es más, es
nuestra felicidad.
Situaciones comunes
Estas
situaciones que nos hacen felices no son acontecimientos que nos tengamos que
obligar a construir, sino que son los momentos más recurrentes en nuestra vida.
Lamentablemente, muchas veces huimos de ellos, los despreciamos o
los negamos, descartando la posibilidad de ser felices.
Las cuatro primeras bienaventuranzas tienen que ver todas con
situaciones de carencia: los pobres de espíritu, los
que no tienen a qué aferrarse, los que no tienen ídolos, los que están libres
de ataduras, no tienen quien los defienda: solo así pueden reconocer que Dios
es el único Señor. De hecho, aquí Mateo usa el verbo en tiempo presente: «de
ellos es el reino de los cielos».
Paradójicamente, los que
lloran son felices. Generalmente el llanto es señal de
duelo, de pérdida, de dolor, pero el dolor es el lugar para acoger a Dios como
el que consuela.
Felices también los mansos, es decir, los
que no confían en sus propias fuerzas. Los mansos son aquellos que han
renunciado a defenderse a pesar de tener el derecho, porque solo así pueden
reconocer a Dios como su único defensor. Heredarán la tierra no porque la hayan
conquistado, sino porque les es dada en virtud de su relación con Dios.
Esta carencia es aún más evidente en la última bienaventuranza, la
de los que tienen hambre y sed de justicia. El hambre y la sed han sido siempre
la imagen del deseo, es decir, de una carencia profunda.
Estas afirmaciones parecen anticuadas
en una cultura que huye de la carencia. Los padres muy a menudo
tienden a llenar los vacíos de sus hijos. De esta forma los van haciendo menos
capaces de desear, les presentan la felicidad como una autorrealización,
poniéndolos en una situación de frustración continua.
¿Para qué o para quién vivimos?
¿Cuándo
vale la pena vivir la vida? Quizá sea esta la pregunta que puede hacernos
descubrir el rostro de la felicidad. De hecho, las últimas cuatro
bienaventuranzas nos llevan fuera de nosotros mismos, son situaciones
relacionales, en ellas la felicidad consiste en un para: ¿para quién o
para qué vivimos?
La quinta bienaventuranza habla de los misericordiosos, es
decir, de aquellos que tienen siempre el corazón cerca de los miserables.
Felices los que saben ver a su alrededor a los necesitados y saben acercarse.
Felices los que tienen una mirada pura, es decir,
los que miran a los demás con transparencia, sin segundas intenciones y sin
envidia.
La felicidad entonces depende mucho de la forma en que miro a los
demás.
Bienaventurados los pacificadores, es
decir, los que superan los conflictos, los que no crean divisiones, los que
saben mediar, los que son tejedores de relaciones. Felices los que aceptan ser
perseguidos por la justicia, es decir, no anteponen sus propios intereses, sino
que viven para que se haga la voluntad de Dios.
Saber acoger a Dios
Estas
ocho situaciones son un ejemplo de lo que sucede todos los días en nuestra
vida, no tenemos que ir a buscarlas.
En la vida podemos ser felices si
sabemos acoger a Dios en estos momentos -que, objetivamente,
también pueden ser dolorosos y difíciles- saliendo de nosotros mismos y sin
centrarnos en nuestras necesidades.
Jesús se dirige a nosotros, los que escuchamos y los que leemos,
como en el pasado se dirigió a las multitudes desde el monte.
¿Estamos dispuestos a renunciar a la
idea de que la felicidad es el resultado del mérito o un premio que hay que
ganar?
Esta primera lección de Jesús no puede dejar de ponernos
inmediatamente en crisis, pero quizás también nos obliga a decidir si
continuamos el camino con Él.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia