Cuando estaba a punto de morir, su superior le preguntó y él lo dijo. Una bella historia relatada por el escritor Claudio de Castro
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Hay muchos tipos de
santos. Algunos muy conocidos y extraordinarios, con grandes dones que
podríamos llamar «superpoderes», como la bilocación, un don extraordinario que
les permite estar en dos lugares al mismo tiempo.
Este era un don muy conocido
en san Martín de Porres, al que llamaban con cariño Fray
Escoba.
Sin embargo, poseía otros grandes
dones sobrenaturales otorgados por Dios como el de la levitación. Te
recomiendo leer su vida, ¡es impresionante!
Siempre lo encontrarás
representado con una escoba en la mano como un símbolo de su humildad y
porque este era su oficio en el convento Nuestra Señora del Rosario en Lima,
Perú.
Son santos de altares y vemos sus
imágenes en nuestras Iglesias recordándonos que la santidad es un
llamado para todos, que es posible, que Dios lo quiere.
Esta petición es algo que Dios
repite a lo largo de la Biblia:
«Sean, pues, santos porque yo soy
Santo» (Levítico 11, 45)
«Santifíquense, pues, y sean
santos, porque yo soy Yavé, el Dios de ustedes» (Levítico 20, 7)
«De ese modo se acordarán de
todos mis mandamientos, los pondrán en práctica y serán santos delante de su
Dios» (Números 15, 40)
¿Te gustaría ser santo(a) y que
se cumpla la voluntad de Dios en tu vida?
Santos anónimos, invisibles
Existe también una casta de
santos que pasan desapercibidos, son invisibles para nosotros, igual que
su santidad.
De ellos o sus andanzas con Dios
pocas veces escucharemos y nunca vas a conocer o ver sus imágenes en una
iglesia representando sus vidas como un ejemplo a seguir.
Han decidido ser discretos con
las gracias abundantes que Dios les da. Las usan para hacer el bien, sin ser
notados.
Estos santos anónimos, silenciosos, caminan como decía san Félix,
«con la mirada en el suelo, el corazón en el cielo y en la mano el santo
Rosario».
Has conocido algunos. Te das
cuenta tan pronto los ves y piensas: «Esta persona tiene algo especial,
diferente, irradia tanta paz y serenidad, presencia de Dios».
Me encanta escribir sobre
ellos.
Es tanta su humildad que no
perciben que rayan la santidad. Tienen un aire de santos, están cerca de Dios.
Sienten vergüenza si les dices que son santos y responden convencidos: «Usted
se equivoca, soy solo un pobre pecador».
Saben que tienen tendencia al
pecado, como la mayoría de nosotros. Y que en un descuido pueden tener una
caída estrepitosa. Por eso:
• Oran con frecuencia a lo largo
del día.
• Se esfuerzan por vivir el
Evangelio.
• Cuidan sus miradas para no ver lo
que incita al pecado.
• Huyen del orgullo que podría
hundirlos en la desesperación y alejarlos de Dios.
El secreto de los santos
Aparte de estos hábitos, guardan
«un secreto», el camino que los ha llevado a esas alturas de santidad.
Una vez leí sobre un caso en
particular. Es muy edificante y me gustaría compartirlo contigo, Me parece que
refleja la vida de la mayoría de estos santos anónimos, clandestinos,
invisibles.
Tenía este monje benedictino fama
de santidad, se percibía a su alrededor, en sus gestos, palabras, y hasta
en su suave y tranquilo andar.
Nada perturbaba su vida. Seguía
la regla de san Benito. Obedecía los mandatos del prior al instante, callado,
sin dudar, ni quejarse ni cuestionar.
Todos lo venían como un fraile
modelo, «el santo del monasterio».
¿Cómo había llegado a esas
alturas de santidad?
Nadie le decía ni me preguntaba
nada. Sabían que jamás revelaría su secreto. Y se dedicaban a observarlo,
tratando de descubrir el origen de su santidad.
Sus breves palabras eran muy
sencillas y profundas, llenas de una sabiduría que solo proviene de Dios.
Al pasar los años, con el cuerpo
gastado de tanto trabajar y orar, siguiendo la norma de san Benito «ora et
labora» (reza y trabaja), el monje anciano y enfermo y conociendo de su
inminente partida al paraíso se preparó de la mejor manera para agradar a Dios
en sus últimos días.
Aceptó en todo momento la santa
voluntad de Dios que es perfecta.
Parecía entrar en
largos éxtasis celestiales cuando oraba devotamente y muchos pensaban que
estaba viviendo en la tierra temporal un adelanto de lo que disfrutaría en el
cielo eterno y prometido.
Estando para morir, sus
compañeros monjes lo rodeaban humildes y lo acompañaban susurrando devotas
oraciones.
María
El abad se dirigió entonces a él
con afecto y le dijo: «Por la santa obediencia te ordeno que abandones tu
silencio y nos digas cómo lograste llegar a estos grados de santidad. Sería muy
edificante para todos nosotros saberlo».
El monje miró al cielo como si
éste se abriera ante él y respondió alegre:
«Ave Maria, gratia plena»
Los monjes a su alrededor
añadieron:
«benedicta tu in mulieribus, et
benedictus fructus ventris tui, Jesus».
El monje tomó la mano del abad y
reveló su secreto:
«Todo se lo debo a nuestra
bienaventurada Madre Celestial, la siempre Virgen María. Desde Niño mi
madre y abuela me inculcaron un gran amor y devoción a la Virgen
María.
Cada mañana al levantarme para
velar en oración y agradecer a Dios el don de la vida, la recordaba con cariño,
la saludaba con el Avemaría y le pedía su maternal protección, la gracia de
perseverar en la fe.
Como soy pecador, le imploraba:
«llévame de tu mano a Jesús por un camino seguro alejado de los peligros de
este mundo y las tentaciones que nos acechan a diario».
He llegado hasta aquí por ella,
la madre de nuestro Salvador, la Inmaculada Concepción, a quien le debo todo».
Los monjes edificados por estas
palabras, llenos de entusiasmo, le agradecieron y se llenaron de una profunda
alegría mientras el fraile exhalaba su último suspiro y partía sereno a gozar
del Paraíso.
Sigamos su ejemplo y vayamos al
encuentro de la Virgen María. Recemos su Rosario y pidamos su gracia y
protección maternal.
Oración a la Madre
Quisiera terminar compartiendo
esta bella oración de la Sierva de Dios Sor María Romero Meneses, y que mi mamá
me enseñó de pequeño.
Creo que en ocasiones anteriores
te la he compartido, pero es tan hermosa y hace tanto bien que vale la pena
compartirla muchas veces.
Anótala y rézala en tus momentos
de dificultad, dudas, miedos, angustias, tentaciones…
«Pon tu mano, Madre mía,
ponla antes que la mía.
María Auxiliadora,
triunfe tu poder y misericordia.
Líbrame del demonio y de todo
mal
y escóndeme bajo tu manto.
Amén».
Claudio de Castro
Fuente: Aleteia