5 – Marzo. II Domingo de Cuaresma
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Evangelio según san Mateo 17,
1-9.
Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando
bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el
Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Comentario
El evangelio de Mateo sitúa esta
escena en un momento delicado para los apóstoles. Justo antes, Jesús les había
manifestado claramente “que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa
de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser
llevado a la muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). A la vez, les había
dicho, también con toda crudeza, que “si alguno quiere venir detrás de mí, que
se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera
salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará”
(Mt 16,24-25). Es comprensible el desconcierto y temor de sus discípulos ante
advertencias tan graves.
Por eso, ahora quiere alimentar
su esperanza, manifestando su gloria ante Pedro, Santiago y Juan. Sube a un
monte alto, acompañado en primer lugar por tres discípulos, de modo análogo a
como Moisés subió al monte Sinaí acompañado por Aarón, Nadab y Abihú, seguidos
por los ancianos del pueblo (Ex 24,9). Estos mismos tres apóstoles serían
aquellos a los que llamaría en Getsemaní para que lo acompañasen más de cerca,
mientras los demás quedaban algo más retirados del lugar donde Jesús rezaba en
agonía (Mc 14,33). Contrastan las escenas de esplendor gozoso y sufrimiento
angustiado en las que Pedro, Santiago y Juan lo acompañan, pero, a la vez,
ambas están inseparablemente relacionadas. No hay gloria sin cruz.
Moisés y Elías, que habían
contemplado la gloria de Dios y recibido su revelación en el monte llamado
Horeb o Sinaí (cf. Ex 24,15-16 y 1 R 19,8), acompañaban a Jesús en este monte
alto cuando “se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz” (v. 2). Ahora
contemplan la gloria y hablan con aquel que es la revelación de Dios en
persona.
Pedro no puede acallar su alegría
y exclama: “Señor, qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas:
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (v. 4). Su petición expresa el
deseo de todo corazón humano de permanecer para siempre contemplando con gozo
la gloria de Dios. A eso hemos sido llamados, a la bienaventuranza. Con esos
mismos sentimientos clamaba San Josemaría haciendo oración mientras predicaba:
“¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la
inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh.
Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!”[1].
Desde la nube de luz que los
envuelve se oyen unas palabras llenas de significado: “Éste es mi Hijo, el
Amado, en quien me he complacido: escuchadle” (v. 5). La expresión “mi Hijo, el
Amado”, es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle
que le sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22,2). De
este modo se establece un paralelo entre la dramática escena del Génesis en la
que Abrahán está dispuesto a sacrificar a Isaac, que lo acompaña sin
resistencia, y el drama que se consumará en el Calvario donde Dios Padre
ofreció a su Hijo en sacrificio asumido voluntariamente para la redención del
género humano. En efecto, en la escena de la Transfiguración la Iglesia ha
visto una preparación de los apóstoles para sobrellevar el escándalo de la
Cruz. Por su parte, el añadido “escuchadle” tiene resonancias claras de las
palabras que el Señor dirige a Moisés en el Deuteronomio: “el Señor, tu Dios,
suscitará de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo; a él habéis de
escuchar” (Dt 18,15). Aquel que es el Hijo al que su padre Dios entrega a la
muerte, Jesús, es a la vez aquel profeta como Moisés al que hay que escuchar.
“De este episodio de la
Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos –decía el Papa
Francisco–, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso. Nosotros
necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de
silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del
Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El
encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a ‘bajar de la montaña’
y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos
afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material
y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos
llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios,
compartiendo la gracia recibida”[2].
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei