19 – Marzo. IV Domingo de Cuaresma «Laetare»
![]() |
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Juan 9, 1-41
Y al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron:
«Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?».
Jesús contestó: «Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)».
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?».
Unos decían: «El mismo».
Otros decían: «No es él, pero se le parece».
Él respondía: «Soy yo».
Y le preguntaban: «¿Y cómo se te han abierto los ojos?».
Él contestó: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver».
Le preguntaron: «¿Dónde está él?».
Contestó: «No lo sé».
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé y veo».
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado».
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Y estaban divididos.
Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?».
Él contestó: «Que es un profeta».
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?».
Sus padres contestaron: «Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos; y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse». Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él».
Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador».
Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo».
Le preguntan de nuevo: «¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?».
Les contestó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?».
Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: «Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene».
Replicó él: «Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder».
Le replicaron: «Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?». Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?».
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?».
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es».
Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él.
Dijo Jesús: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos».
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: «¿También nosotros estamos ciegos?».
Jesús les contestó: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece.
Comentario
“‘Al pasar –dice el Santo
Evangelio– vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento’. Jesús que pasa. Con
frecuencia –comenta, admirado, san Josemaría– me he maravillado ante esta forma
sencilla de relatar la clemencia divina. Jesús pasa y se da cuenta en seguida
del dolor”[1].
En efecto, así es la lógica de Jesús: nunca permanece indiferente ante las
necesidades de las personas con las que se encuentra.
Las acciones de Cristo para
devolver la vista a este hombre ciego están cargadas de simbolismo. Primero
mezcla la tierra con saliva y le unta ese lodo en los ojos. Este gesto recuerda
el pasaje del libro del Génesis donde se narra la creación del hombre como una
figura de barro a la que el soplo de Dios infunde la vida (Gn 2,7). Jesús, al
curar a ese hombre, está llevando a cabo una nueva creación. Este hombre, ciego
de nacimiento, va a nacer de nuevo, va a comenzar una nueva vida en cuanto
pueda ver.
Luego Jesús le dice que vaya a
lavarse en la piscina de Siloé, y ese hombre va, se lava, y recupera la vista.
El agua de esa alberca que limpia sus ojos es símbolo del agua bautismal, que
nos hace capaces de ver con la luz de la fe. El evangelista hace notar, para
los lectores que no sepan hebreo, que Siloé significa “enviado”, pero sobre
todo lo hace para señalar que Jesús es ese Enviado de Dios que, cuando se acude
a Él, especialmente al configurarse con su muerte y resurrección en las aguas
del bautismo, nos hace capaces de ver.
“Con este milagro –enseña el Papa
Francisco– Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y
el ciego de nacimiento nos representa a cada uno de nosotros, que hemos sido
creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado somos como ciegos,
necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz nueva: la de la fe, que
Jesús nos ha donado”[2].
La curación realizada por Jesús
suscita una encendida discusión, porque Jesús la realiza en sábado, violando,
según los fariseos, el precepto festivo. Frente a la luz que se enciende en el
ciego, los doctores de la ley, con una cerrazón agresiva, encerrados en su
presunción e incapaces de abrirse a la verdad, se van hundiendo cada vez más en
las tinieblas, empeñados en negar toda evidencia: dudan que aquel hombre fuera
realmente ciego de nacimiento y se resisten a admitir la acción de Dios. Es el
drama de la ceguera interior que puede afectar a muchas personas, también a
cada uno de nosotros, cuando nos aferramos a nuestras propias opiniones o modos
de actuar, sin una apertura sincera a la verdad, que puede ser exigente y
reclamar cambios de rumbo en nuestra vida.
En paralelo, el ciego va
recorriendo un camino de crecimiento en la fe. Al principio no sabía nada de
Jesús. Luego, asombrado ante la recuperación de la vista, dirá en un primer
momento ante quienes le preguntan que “es un profeta” (v. 17). Más tarde, ante
la insistencia en interrogarle explica con sencillez que si Jesús ha sido
escuchado por Dios es porque “honra a Dios y hace su voluntad” (v. 31).
Finalmente, cuando Jesús le abre los ojos de la fe diciéndole que el Hijo del
Hombre es el que está hablando con él (v. 37), el ciego exclamó “Creo, Señor. –
Y se postró ante él” (v. 38).
Esta escena del Evangelio que hoy
meditamos nos invita a considerar cuál es nuestra actitud: la de los doctores
que, orgullosos, juzgan a los demás, o la de aquel ciego que, consciente de sus
necesidades y limitaciones, va secundando lo que Jesús le pide, para abrirse a
su gracia y a la luz de la fe.
[2] Papa Francisco, Ángelus 26 marzo 2017.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei