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Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.
Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán
le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque
resucite un muerto”».
Comentario
Todo en esta parábola en una
invitación a la conversión. No falta ningún elemento: una persona agraciada y
una necesitada; una derrochadora y que parece pensar solo en sí misma, y una
que mendiga a su puerta. Muerte y juicio: el tiempo del que aquí disponemos es
tiempo para pensar unos en otros. Lo que aquí arraigue en nuestro corazón será
con lo que llamemos a las puertas del Reino celestial. Por eso, hemos de
demostrar ahora, con nuestra vida, mientras tenemos tiempo, a qué aspiramos:
qué es lo que verdaderamente nos importa. ¿Cómo vivimos y para quién vivimos?
¿Quién sabe de cuánto tiempo dispone todavía?
El texto tiene mucha fuerza. Pero
esta es aún mayor si tenemos en cuenta lo que en él nos remite al Antiguo
Testamento. Abrahán es clave de interpretación: él es el padre en la fe del
pueblo de Israel; a él y a los que crean como él se les han prometido las bendiciones;
él corresponde con generosidad a la llamada divina y, teniendo muchos bienes,
ha quedado como modelo de hospitalario: No olvidéis la hospitalidad,
gracias a la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles (Hb 13,2). En
Abraham vemos lo que es una fe que ha penetrado y ha llegado al fondo del
corazón: una fe viva y que da fruto. Una fe que obra por la caridad.
El rico de la parábola, hombre
sin nombre, aunque pudiente, se cree hijo de Abrahán y por tanto heredero de
las bendiciones. Pero la muerte, que es un juicio sobre la vida, le revela qué
es lo que Dios mira cuando juzga a los hombres: la sinceridad de los corazones.
La parábola nos dice que una fe sin obras es una fe muerta. El rico no era un
buen judío: no había escuchado a Moisés. Pero, por otro lado, tampoco son las
meras obras las que salvan. De Lázaro, que sí tiene nombre, no se narran obras.
Los Padres de la Iglesia dicen que lo que se premia es su aceptación paciente
no solo de los males sino del desprecio sufrido. Para nosotros, el mensaje es
claro: ver cómo poder hospedar al prójimo en nuestros corazones poniendo a su
servicio los dones, materiales y espirituales, que tengamos en cada momento.
Juan Luis Caballero
Fuente: Opus Dei