11 – Junio. Domingo. Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, solemnidad
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Evangelio según san Juan 6, 51-58
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo».
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo: «En verdad,
en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera
comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi
sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo
vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este
es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo
comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Comentario
El evangelio de la Solemnidad del
Corpus Christi recoge un fragmento del discurso del pan vida pronunciado por
Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, después del milagro de la multiplicación de
los panes y de los peces. Cuenta san Juan que las palabras de Jesús acerca del
futuro misterio de su Cuerpo y de su Sangre provocaron sorpresa y rechazo. Pero
la Iglesia no ha dejado de renovar día a día su fe agradecida en la presencia
real de Jesús bajo las especies sacramentales; y por eso también lo saca en
procesión por las calles, para que todos puedan adorarlo y recibir sus
bendiciones.
Jesús se refiere en su discurso
al famoso maná que Dios hizo llover en el desierto para los israelitas y que
tanto les admiró. Cuenta el libro del éxodo que “al verlo, los hijos de Israel
se dijeron entre sí: -¿Man-hu? (que significa: "¿Qué es esto?") Pues
no sabían lo que era. Moisés les dijo: -Esto es el pan que el Señor os da como
alimento” (Ex 16,15). Es lógico que los cristianos manifestemos también nuestro
asombro ante un don mucho más sublime y misterioso como es la Eucaristía, que
nos da la vida eterna.
Jesús explica que el maná del
desierto prefiguraba el verdadero pan del cielo que Dios iba a dar a los
hombres por medio de su Hijo. También el milagro de la multiplicación de los
panes quería prefigurar la eucaristía de algún modo, y por eso fue preludio del
discurso de Jesús. Pero quienes comieron el maná en el desierto murieron; lo
mismo que aquellos que buscaban a Jesús solo por haber saciado sus cuerpos. El
Señor invita a desear el verdadero pan del cielo que sacia a las almas de su
hambre de Dios y les comunica vida eterna; la vida del propio Jesús resucitado.
Cuando Jesús invitó a comer y
beber su propio cuerpo y su sangre, se produjo el abandono dramático de muchos
de sus discípulos. Pero la fe en la presencia real del Cuerpo y la Sangre de
Jesús bajo las especies sacramentales es uno de los elementos más
característicos del credo cristiano. Además de estar fundamentada en los textos
del Nuevo Testamento, como este discurso de Jesús o los relatos de la
institución de la eucaristía, ya desde los inicios de la Iglesia se evidencia.
Por ejemplo, hacia el año 90 d.C. escribía san Ignacio de Antioquía: “se
mantienen alejados de la Eucaristía y de la oración los docetas, por no
confesar que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la que
padeció por nuestros pecados, la que el Padre en su bondad ha resucitado”[1].
Al comentar el discurso de Jesús,
el Papa Francisco invitaba a renovar esta fe eucarística multisecular y a
dejarnos transformar por Cristo al recibirlo: “el pan es realmente su Cuerpo
donado por nosotros, el vino es realmente su Sangre derramada por nosotros. La
Eucaristía es Jesús mismo que se dona por entero a nosotros. Nutrirnos de Él y
vivir en Él mediante la Comunión eucarística, si lo hacemos con fe, transforma
nuestra vida, la transforma en un don a Dios y a los hermanos. Nutrirnos de ese
‘Pan de vida’ significa entrar en sintonía con el corazón de Cristo, asimilar
sus elecciones, sus pensamientos, sus comportamientos. Significa entrar en un
dinamismo de amor y convertirse en personas de paz, personas de perdón, de
reconciliación, de compartir solidario. Lo mismo que hizo Jesús”[2].
“Nuestro Dios ha decidido
permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecernos, para
divinizarnos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo”[3], comentaba
san Josemaría. Y añadía: “Si hemos sido renovados con la recepción del Cuerpo
del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestros pensamientos sean
sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean
verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre
todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes,
eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi, el buen olor de
Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir”[4].
[2] Papa Francisco, Ángelus, 16 de agosto de 2015.
[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151.
[4] Idem, n. 151.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei