28 – Julio. Viernes de la XVI semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 13,
18-23
Vosotros, pues, oíd lo que significa la parábola del sembrador: si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino.
Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que escucha la palabra y la acepta enseguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, enseguida sucumbe.
Lo sembrado entre abrojos significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y se queda estéril.
Lo
sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ese
da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por uno».
Comentario
La parábola del sembrador fue
denominada por el papa Francisco como “la madre” de todas las parábolas, porque
nos habla de dos cosas esenciales: de la escucha de la Palabra Divina, y de
cómo funciona el corazón de Dios, que esparce su semilla en todas las personas
sin distinción (cfr. Ángelus, 12 de julio de 2020).
Pero además, es una de esas
parábolas en las que contamos no solo con su narración, sino también con una
explicación ofrecida por el mismo Jesús. Él, a la vez que nos revela el corazón
del Padre, nos permite asomarnos a nuestro propio corazón, con el deseo de
predisponernos mejor y convertirnos en tierra fértil.
Como podemos notar, el Señor
alerta sobre tres obstáculos que impiden el desarrollo armonioso de la semilla
divina en nuestra alma: no entender, no tener raíz, vivir preocupado y
seducido. Esos tres escenarios pueden terminar ahogando una Palabra que
podía llenar nuestra vida de alegría, convirtiéndola en una vida estéril.
Primero, no entender.
Evidentemente, Jesús no se refiere a la imposibilidad de abarcar los misterios
divinos: por ejemplo, nunca entenderemos del todo la Santísima
Trinidad. El Señor se refiere a la actitud interior. Si en nuestra vida falta
la disposición a estudiar las cosas, a dedicar horas a conocer mejor la fe, a
abrazar la fecundidad del silencio, difícilmente podremos dar el fruto
esperado. Nos quedaremos en la superficialidad, en el ruido, en la ideología.
Segundo, no tener raíz. Es
como el sueño que tuvo una vez san Josemaría: las personas que quieren ser
santas, pero no tienen vida interior, van por el mundo inciertas, inseguras,
como una persona que viaja en avión pero montada sobre las alas (cfr. Amigos de
Dios, 18). Sin oración, sin la Eucaristía, sin sacramentos, sin piedad, no
puede haber fruto.
Tercero, vivir preocupado y
seducido. Tampoco los que queremos seguir a Cristo estamos exentos de la
tentación de la vanidad, de la riqueza, del éxito, del lujo, del deseo de
seguridad económica. Fácilmente podemos olvidar que el fruto de nuestro trabajo
es para Dios, y que lo demás es polvo y ceniza.
Por eso, nada mejor que acudir al
terreno fértil por excelencia: María Santísima. Ella, con su paciencia de
Madre, podrá ir arrancando todo lo que en nuestra vida sea un estorbo para que
la Palabra dé fruto. A veces dolerá, pero es necesario: no podemos olvidar que
“si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo” (Juan 12, 24).
Luis Miguel Bravo Álvarez
Fuente: Opus Dei






