18 – Agosto. Viernes de la XIX semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 19,
3-12
Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: «¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?».
Él les respondió: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
Ellos insistieron: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?».
Él les contestó: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Pero yo os digo que, si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— y se casa con otra, comete adulterio».
Los discípulos le replicaron: «Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse».
Pero él les dijo: «No todos
entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que
salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay
quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda
entender, entienda».
Comentario
Muy actual nos resulta esta
cuestión que unos fariseos plantearon a Jesús. Parece que, al igual que hoy,
por entonces, en los tiempos y culturas antiguas, el divorcio estaba a la orden
del día, incluso “por cualquier motivo”. Y en un pasado más remoto, debió de
ser algo tan difundido, que hasta Moisés, en Israel, tuvo que legislarlo, para
ponerle freno, como mal menor. Sin embargo, Jesús, en su respuesta, se remonta
no ya al pasado, sino al origen de todo, cuando el mismo Dios estableció la
unión indisoluble entre hombre y mujer. El modelo de esta alianza será la
fidelidad de Dios con su pueblo. Así lo expresa el profeta: “Te desposaré
conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y
misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor” (Oseas 2,21-22).
La expresión “a no ser por fornicación” no expresa que una infidelidad podría
ser causa de divorcio. El término utilizado en griego, la lengua original del
texto evangélico, se refiere más bien a una unión ilegítima que no se puede
sanar, (por ejemplo, el incesto), y que, por lo tanto, hay que disolverla. No
se trataría de una excepción a la indisolubilidad.
El Creador quiere y bendice el
matrimonio, para la felicidad de los esposos y de los hijos, y el bien de la
entera comunidad humana. Es una vocación divina y, como tal, exige
discernimiento, preparación, y una voluntad decidida de buscar el bien del otro
y de la familia, de perseverar un día y otro en el amor mutuo. Todo con la
ayuda de la gracia divina, para superar las dificultades del camino. Podríamos
decir que Jesús “sufre” con cada infidelidad y ruptura: “El Señor es testigo
entre ti y la esposa de tu juventud (...), siendo ella tu compañera, la esposa
comprometida por tu alianza. ¿Es que no hizo una sola cosa de carne y espíritu?
Y ¿qué busca esta unidad? Una posteridad concedida por Dios (Malaquías 2,14-16).
Podemos imaginar el hogar de
Nazaret: allí, Jesús niño y adolescente, fue testigo del amor delicado de María
y José. En su perfecta humanidad, “crecía en sabiduría, en edad y en gracia
delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2,52), bajo el amparo del ejemplo
de sus padres.
Josep Boira
Fuente: Opus Dei






