13 – Agosto. XIX Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 14, 22-33
Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
Jesús les dijo enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua».
Él le dijo: «Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame».
Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres
Hijo de Dios».
Comentario
En este episodio brillan algunos
hechos que llaman nuestra atención. En primer lugar, el breve apunte del
evangelista sobre lo que hace Jesús después de despedir a la gente: “subió al
monte a orar a solas”, hasta la noche (v. 23). Esta actitud del Hijo de Dios
encarnado subraya de forma elocuente la importancia capital de la oración para
nosotros, la necesidad que tenemos como criaturas de dedicar unos tiempos para
dialogar exclusivamente con Dios.
“Jesús se retira con frecuencia a
un lugar apartado, en la soledad, en la montaña, con preferencia durante
la noche, para orar” −nos explica el Catecismo−. Así Jesús “lleva a los hombres en
su oración, ya que también asume la humanidad en la Encarnación, y los ofrece
al Padre, ofreciéndose a sí mismo”[1]. Es una
fuente de confianza saber que Jesús se ha hecho hombre y ha orado por nosotros
al Padre, para que nuestra oración sea grata a Dios y sea también escuchada
como la de su Hijo, en especial en los momentos de oscuridad o dificultad.
Mientras Jesús ora al Padre, los
discípulos navegan solos, de noche y con un fuerte viento en contra. Es tal su
inquietud, que ni siquiera reconocen al Maestro cuando se les acerca para
ayudarlos; en su ofuscación creen que es un fantasma y se asustan (v. 26). En
cambio, Jesús les transmite la seguridad y la paz conquistadas en la oración:
“Tened confianza, soy yo” (v. 27). Con su habitual ímpetu, Pedro pide a Jesús
caminar sobre las aguas como Él y el Señor accede a su petición. Pero después
de unos instantes, Pedro duda y se llena de miedo al comenzar a hundirse,
aunque sea a la vista de su Maestro. Cuando Jesús acude en su ayuda y le
reprocha su falta de fe, suben a la barca y el viento se calma. Entonces los
discípulos, llenos de admiración, lo adoran.
Como es fácil de entrever, “este
relato del Evangelio contiene un rico simbolismo –decía el Papa Francisco− y
nos hace reflexionar sobre nuestra fe, ya sea como individuos o
como comunidad eclesial. (…). La barca es la vida de cada uno de nosotros,
pero es también la vida de la Iglesia; el viento contrario representa las
dificultades y las pruebas. La invocación de Pedro: ‘¡Señor, manda que vaya
hasta a ti!’ y su grito: ‘¡Señor, sálvame!’ se asemejan mucho a nuestro deseo
de sentir la cercanía del Señor, pero también el miedo y la angustia que
acompañan los momentos más duros de la vida”[2].
El pasaje contiene por tanto una
gran lección sobre la fe cristiana, es decir, sobre la confianza en Jesús y en
sus fuerzas y no tanto en las nuestras. Así como Jesús invita a los discípulos
a la confianza en Él, también a nosotros nos pide no tener miedo y reconocer
que el Maestro nunca dejará que la barca de los suyos naufrague, aunque a veces
nos parezca demasiado fuerte el viento de la dificultad.
Para que nuestra fe no
desfallezca, es una buena ayuda descubrir la cercanía real de Jesús en medio de
la prueba y no confundirlo con un fantasma. Para ello, necesitamos cuidar
nuestro diálogo con Dios en la oración, cada día, como hacía Jesús. Entonces
seremos capaces de mantener siempre la presencia de Dios, incluso en medio de
la prueba, de la oscuridad. Como recomienda san Josemaría, “si tienes presencia
de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará
siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en
tu alma la calma y la serenidad”[3].
[2] Papa Francisco, Ángelus, 13 de agosto de 2017.
[3] San Josemaría, Forja, n. 343.
Pablo M. Edo
Fuente: Opus Dei