En la Audiencia General de este miércoles, el Papa Francisco dedicó su catequesis a su visita a Mongolia, el 43º viaje apostólico internacional
![]() |
El Papa Francisco en la audiencia general en la Plaza de San Pedro | Vatican Media |
“He estado en el corazón de Asia
y me ha hecho bien”, afirmó el Pontífice en la Plaza de San Pedro ante miles de
fieles y peregrinos. “Sólo valorando al otro se le ayuda a mejorar”, añadió.
A continuación el texto completo
de la predicación del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
El lunes regresé de Mongolia.
Quisiera expresar reconocimiento a cuantos han acompañado mi visita con la
oración y renovar la gratitud a las autoridades, que me han acogido
solemnemente: en particular al señor presidente Khürelsükh, y también al ex
presidente Enkhbayar, que me había entregado la invitación oficial para visitar
el país. Pienso con alegría en la Iglesia local y en el pueblo mongol: un
pueblo noble y sabio, que me ha demostrado tanta cordialidad y afecto. Hoy me
gustaría llevaros al corazón de este viaje.
Se podría preguntar: ¿por qué el
Papa va tan lejos a visitar un pequeño rebaño de fieles? Porque es precisamente
ahí, lejos de los focos, donde a menudo se encuentran los signos de la
presencia de Dios, el cual no mira a las apariencias, sino al corazón
(cfr 1 Sam 16,7). El Señor no busca el centro del escenario, sino el
corazón sencillo de quien lo desea y lo ama sin aparentar, sin querer destacar
por encima de los demás. Y yo he tenido la gracia de encontrar en Mongolia una
Iglesia humilde y feliz, que está en el corazón de Dios, y puedo testimoniaros
su alegría al encontrarse por algunos días también en el centro de la Iglesia.
Esta comunidad tiene una historia
conmovedora. Surgió, por gracia de Dios, del celo apostólico –sobre el que
estamos reflexionando en este periodo– de algunos misioneros que, apasionados
por el Evangelio, hace unos treinta años, fueron a ese país que no conocían.
Aprendieron la lengua y, aun viniendo de naciones diferentes, dieron vida a una
comunidad unida y verdaderamente católica. De hecho este es el sentido de la
palabra “católico”, que significa “universal”. Pero no se trata de una
universalidad que homologa, sino de una universalidad que se incultura. Esta es
la catolicidad: una universalidad encarnada, que acoge el bien ahí donde
vive y sirve a la gente con la que vive. Es así cómo vive la Iglesia:
testimoniando el amor de Jesús con mansedumbre, con la vida antes que con las
palabras, feliz por sus verdaderas riquezas: el servicio del Señor y de los
hermanos.
Así nació esa joven Iglesia: a
raíz de la caridad, que es el mejor testimonio de la fe. Al final de mi visita
tuve la alegría de bendecir e inaugurar la “Casa de la misericordia”, primera
obra caritativa surgida en Mongolia como expresión de todos los componentes de
la Iglesia local. Una casa que es la tarjeta de visita de esos cristianos, pero
que recuerda a cada una de nuestras comunidades ser casa de la misericordia:
lugar abierto y acogedor, donde las miserias de cada una puedan entrar sin
vergüenza en contacto con la misericordia de Dios que levanta y sana. Este es
el testimonio de la Iglesia mongola, con misioneros de varios países que se
sienten una sola cosa con el pueblo, felices de servirlo y de descubrir las
bellezas que ya hay. Porque estos misioneros no fueron allí para hacer
proselitismo. Esto no es evangélico. Ellos fueron allí a vivir como el pueblo
mongol, a hablar la lengua de esta gente, a tomar los valores de este pueblo, a
predicar el Evangelio en estilo mongol con las palabras mongolas, fueron allí y
se "inculturizaron". Tomaron la cultura mongola para anunciar el
Evangelio en esa cultura.
He podido descubrir un poco de
esta belleza, también conociendo algunas personas, escuchando sus historias,
apreciando su búsqueda religiosa. En este sentido, estoy agradecido por el
encuentro interreligioso y ecuménico del domingo. Mongolia tiene una gran
tradición budista, con muchas personas que en el silencio viven su religiosidad
de forma sincera y radical, a través del altruismo y la lucha a las propias
pasiones. Pensemos en cuántas semillas de bien, desde lo escondido, hacen
brotar el jardín del mundo, ¡mientras habitualmente escuchamos hablar sólo del
ruido de los árboles que caen! A la gente, también a nosotros nos gusta el
escándalo: ‘¡Mira, ha caído un árbol, el ruido que hizo!’ ¿Y no ves la foresta
que crece todos los días?’ Porque el crecimiento es silencioso.
Es crucial saber ver y reconocer
el bien. A menudo, sin embargo, apreciamos a los otros sólo en la medida en la
que corresponden a nuestras ideas. Sin embargo, Dios nos pide tener una mirada
abierta y benévola, porque, sin caer en sincretismos dañinos e irenismos
fáciles, siempre hay alguna riqueza por descubrir: en las personas como en las
culturas, en las religiones como en las naciones. Por eso es importante, como
hace el pueblo mongol, orientar la mirada hacia lo alto, hacia la luz del bien.
Sólo de esta manera, a partir del reconocimiento del bien, se construye el
futuro común; sólo valorando al otro se le ayuda a mejorar. Y esto sucede con
las personas y también con los pueblos. Por otro lado, Dios lo hace así con
nosotros: nos mira de forma benévola, con confianza, con la mirada del
corazón.
He estado en el corazón de Asia y
me ha hecho bien. Hace bien entrar en diálogo con ese gran continente, acoger
los mensajes, conocer la sabiduría, la forma de mirar las cosas, de abrazar el
tiempo y el espacio. Me ha hecho bien encontrar al pueblo mongol, que custodia
las raíces y las tradiciones, respeta a los ancianos y vive en armonía con el
ambiente: es un pueblo que mira al cielo y siente la respiración de la
creación. Pensando en las extensiones ilimitadas y silenciosas de Mongolia,
dejémonos estimular por la necesidad de ampliar los confines de nuestra mirada,
por favor, amplíen sus límites y no sean presa de pequeñeces, miren más allá
para poder ver el bien que existe en los demás y poder ampliar nuestros
horizontes y ampliar nuestros corazones. Se necesita ampliar el propio corazón
para entender, y estar cerca a cada persona y a cada civilización.
Por Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa