Agustín, gran santo del siglo quinto, tuvo una vida colmada de experiencias de toda clase y daba consejos tan actuales como si se tratase de un "coach" de la actualidad
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| Ary Scheffer-Public domain |
Vivimos una época en la que está
muy de moda la superación personal, lo que no es extraño, ya que los conflictos
internos están a la orden del día. Los «coaches» de vida tienen trabajo al por
mayor, como si no existiera ningún otro antídoto contra el vacío existencial
que sufren los seres humanos gracias a la ansiedad, el deseo de reconocimiento
y la prisa por ganar fama y fortuna, que es una constante entre las personas
del siglo XXI.
Por eso, llama la atención que
pensemos que lo que nos ocurre es novedad, sin entender que el mundo ha
atravesado por etapas semejantes desde siempre, y que la vida pierde sentido
cuando el hombre se deja influir por ideologías distintas a la fe en Cristo.
San Agustín fue una excelente muestra de cristiano ejemplar, que vivió para
combatir las herejías de su tiempo, defendiendo con su privilegiada mente las
enseñanzas de Jesucristo y dando forma al conocimiento divino, para que todo el
mundo tuviera acceso a él, pero de manera correcta.
Mente brillante, carne débil
Agustín fue un joven sumamente
inquieto, a los 18 años tuvo un hijo sin casarse, amaba al niño pero no deseaba
el matrimonio; el futuro Padre de la Iglesia lucho contra sí mismo durante
muchos años, hasta que entendió que su naturaleza sensual le exigía vivir en
castidad, como lo demuestra otra de sus frases: «Casarse está bien. No casarse
está mejor», sabedor de que se trataba de un distractor para su sed de
conocimiento.
Supo «de qué pie cojeaba» – es
decir, se conoció a sí mismo – , puso remedio a su situación, sabedor de que
por sus propias fuerzas no lo lograría, porque en su proceso de conversión
pedía a Dios la castidad, «pero todavía no», y no fue sino hasta que escuchó la
voz de un niño decir «toma y lee» que, asiendo la Sagrada Escritura, abrió al
azar y leyó este pasaje de San Pablo:
«Como en pleno día, procedamos
dignamente: basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y
libertinaje, no más peleas ni envidias» (Rom
13,13).
Luego de este encuentro con el
Señor, se aceptó y se superó. Sus Confesiones son el resumen de una
vida de pecado y redención, donde el protagonista siempre será Dios, que quiere
la salvación de todos los seres humanos.
Confesión: la mejor terapia
Reflexionando en la experiencia
del Obispo de Hipona, podemos sacar varias enseñanzas para nuestra vida:
«CONÓCETE»EXAMEN DE CONCIENCIA
Para conocerse a sí mismo, existe
un método muy efectivo: realizar un examen de conciencia. En él podremos
revisar, palmo a palmo, nuestras actitudes frente a los retos y problemas,
siendo sinceros y sin atenuar la responsabilidad de nuestros actos, como lo
hizo San Agustín.
«ACÉPTATE»AMEMOS NUESTRA PERSONA
Somos pecadores y tenemos
defectos, eso no nos hace menos dignos ni menos importantes que nadie.
Aceptemos la realidad y con ella, amemos nuestra persona, que es obra de
Dios. El perdón que Dios nos otorga cada vez que nos reconciliamos con Él
nos da la certeza de que al Señor lo único que le interesa es que estemos cada
vez más cerca de la meta, que es el cielo. Acojámonos a su protección.
«SUPÉRATE»ESFUERZO DIARIO
Ciertamente, estamos en camino de
santificación; día a día hay una nueva oportunidad para comenzar nuevamente,
por eso, hay que superarnos y ser mejores que ayer. No nos quedemos en la
mediocridad, busquemos escalar un poco más en la búsqueda de la perfección, que
eso se consigue a diario y con esfuerzo, voluntad y oración.
Y un último consejo: San Agustín
llegó a la verdad con mucho estudio y reflexión. Así como el cuerpo requiere
comida, la mente y el espíritu también necesitan alimento.
Por Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia






