17 – Septiembre. XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 18,
21-35
Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?».
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por esto, se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus criados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”.
Se compadeció el señor de aquel criado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero al salir, el criado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba diciendo: “Págame lo que me debes”.
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”.
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con
vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano».
Comentario
La pregunta de Pedro se refiere a
un tema difícil y que a todos nos afecta: la necesidad de perdonar. Esta
cuestión se plantea con frecuencia ante los inevitables roces de la vida diaria
en la convivencia familiar, con los amigos o en las relaciones profesionales.
No es raro que nos sintamos dolidos pensando que alguien nos ha ofendido,
despreciado o perjudicado y no una sola vez sino reiteradamente. Perdonar
cuesta. Por eso, la pregunta de Pedro nos parece razonable: ¿Tengo que perdonar
siempre?
Benedicto XVI invita a
reflexionar acerca de lo que implica el perdón. “La ofensa –dice– es una
realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de
remediar. Por eso el perdón debe ser algo más que ignorar, que tratar de
olvidar. La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El
perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior
el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a
sí mismo, de modo que luego este proceso de transformación, de purificación
interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el
fondo el mal y superándolo, salgan renovados. En este punto nos encontramos con
el misterio de la cruz de Cristo”[1].
En efecto, las dificultades que
encontramos para perdonar no son tan grandes comparadas con lo que ha hecho
Jesucristo por cada uno de nosotros. En esta parábola se expresa muy bien el
contraste entre la actitud mezquina de los hombres en perdonar con cálculo y la
misericordia infinita de Dios. Un talento equivalía a seis mil denarios y un
denario era el jornal diario de un trabajador. Diez mil talentos es una
cantidad exorbitante que nos da idea del valor inmenso que tiene el perdón que
recibimos de Dios.
San Josemaría nos hace caer en la
cuenta de que “las circunstancias de aquel siervo de la parábola, deudor de
diez mil talentos, reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco
nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas
bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales
pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo
mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia
humana, suple con creces la misericordia divina. El sí se puede dar por
satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su
misericordia”[2].
Ante tanta generosidad por parte
de Dios para con nosotros, ¿cómo no vamos a perdonar a los demás? “Lejos de
nuestra conducta, por tanto –sigue concretando san Josemaría–, el recuerdo de
las ofensas que nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido -por
injustas, inciviles y toscas que hayan sido-, porque es impropio de un hijo de
Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de agravios. No
podemos olvidar el ejemplo de Cristo”[3]. Con la
mirada puesta en Jesús es como podemos renunciar a todo rencor y mantener
nuestro corazón sano y limpio de toda enemistad.
Cuando nos venga la tentación de
no perdonar recordemos las palabras del señor misericordioso a aquel siervo
despiadado: “Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has
suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he
tenido de ti?” (vv. 32-33). Al experimentar el gozo, la serenidad y la
tranquilidad interior que se siente al ser perdonado, podemos con la ayuda de
Dios abrirnos a la posibilidad de perdonar.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, 168.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, 309.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei






