26 – Septiembre. Martes de la XXV semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio
según san Lucas 8, 19-21
Vinieron
a él su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta
él.
Entonces
le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte».
Él
respondió diciéndoles: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la
palabra de Dios y la cumplen».
Comentario
Contemplamos
a Jesús sentado, rodeado de la muchedumbre, a la que instruye con su palabra.
Él mismo es la Palabra divina hecha carne, como esa lámpara que no debe
ocultarse bajo una vasija, sino que, puesta sobre el candelero (cf. Lucas
8,16), ilumina las conciencias de todos. Entre esa muchedumbre nos encontramos
nosotros. Queremos ser como Samuel, de quien dice la Escritura que mientras
crecía, su cercanía y atención al Señor era tal que ninguna de las palabras que
Dios le dirigía cayó en vacío (cf. 1 Samuel 3, 19); o como María de Betania,
que “sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra” (Lucas 10,39).
Inesperadamente
algunos de los presentes interrumpen a Jesús para avisarle de que fuera están
su madre y otros familiares. Andan buscándole, quizá porque la conversación se
ha prolongado más de lo debido. Era ya habitual: la muchedumbre gozaba al
escuchar al maestro de Nazaret; todos “se quedaban admirados de su enseñanza,
porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas” (Marcos
1,22). Jesús aprovecha la interrupción para desvelar algo inesperado: el
verdadero parentesco con Jesús procede, más que de los lazos de la sangre, de
la escucha de su palabra.
Así
actuaba María, la madre de Jesús: antes de concebirlo en su seno escuchaba a
Dios, ponderaba en su corazón esas palabras, y las ponía por obra. Y así dio
como fruto virginal al mismo Hijo de Dios. Ella es modelo de los discípulos de
Jesús. Escuchándole e identificándonos con sus enseñanzas no solo somos sus
discípulos sino que nos convertimos en hermanos de Jesús, hijos de un mismo
padre. Solo así podremos dar fruto: que muchos descubran su parentesco con
Dios, su filiación divina. Como enseñaba san Josemaría, “ningún hijo de la
Iglesia santa puede vivir tranquilo, sin experimentar inquietud ante las masas
despersonalizadas: rebaño, manada, piara, escribí en alguna ocasión. ¡Cuántas
pasiones nobles hay, en su aparente indiferencia! ¡Cuántas posibilidades!
(...)” (San Josemaría, Forja, n. 901).
Josep Boira
Fuente:
Opus Dei