3 – Septiembre. XXII Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 16,
21-27
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte».
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios».
Entonces dijo
a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí
mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le
servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar
para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su
Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
Comentario
Este pasaje del Evangelio sigue
inmediatamente después de aquel diálogo de Jesús con sus discípulos, cuando a
su pregunta “Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre” (Mt 16,13),
tras unos momentos de silencio por parte de todos, Pedro responde: “Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Afirmación que fue solemnemente confirmada
por el Maestro que, a la vez, les ordenó que no dijeran a nadie que Él es el
Cristo (cf. Mt 16,20).
Los apóstoles estarían
impresionados por la claridad con la que Jesús les había confirmado lo que
intuían, que su Maestro era el Mesías largamente esperado, aquel descendiente
de David que vendría a reinar para siempre liberando a su pueblo de toda
opresión. Tal vez pensaban, como era lo habitual entre sus contemporáneos, que
el reinado del Mesías sería una gloriosa sucesión de triunfos. Por eso, Jesús
les pone inmediatamente en la realidad hablándoles de sus planes de futuro, que
iban por unos derroteros muy distintos a los que se imaginaban. Les advierte de
que “él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los
príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y
resucitar al tercer día” (v. 21).
También en esta ocasión, es Pedro
quien toma la palabra para expresar lo que otros no se atreven a decir, y se
atreve a reprender al Maestro: “¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te
ocurrirá eso” (v. 22). A lo que Jesús le responde con palabras muy fuertes:
“¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas
de Dios sino las de los hombres” (v. 23).
Jesús se dirige hacia la Cruz e
invita a sus discípulos a seguirlo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que
se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (v. 24). Contra toda
lógica humana, la cruz no implica desventura, desgracia que hay que evitar a
toda costa, sino oportunidad de acompañar a Jesús en su victoria. En la lógica
de Dios el camino que conduce al triunfo glorioso sobre el pecado y la muerte
pasa por la pasión y la cruz.
Recordaba san Josemaría en su
predicación un sueño de un clásico castellano en el que se mencionaban dos
caminos. Uno es ancho y regalado, pero termina en un precipicio sin fondo. Es
el que siguen atolondradamente los mundanos. “Por dirección distinta, discurre
en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible
recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su
propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando
peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne.
Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el cielo. Es el
camino de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se
sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta
arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen
que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es
la fuerza de estos caminantes”[1].
El fin de todo ser humano es
alcanzar la felicidad. Pero no se consigue la felicidad cuando se busca siempre
lo más cómodo y apetecible, sino cuando se ama decididamente, aunque el amor
comporte sacrificio. “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una
vida cómoda, sino un corazón enamorado”[2], decía san
Josemaría. “Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin
cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de
apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales”[3].
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 130.
[2] San Josemaría, Surco, n. 795.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei






