El Antiguo Testamento nos presentó un Dios al que había que temer, luego Jesús vino a hablarnos de su Padre que lo envió a morir en la cruz por amarnos tanto
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La Sagrada Escritura -en el
Antiguo Testamento- nos presenta que la humanidad se preparará para la venida
del Salvador del mundo, que vendrá a rescatarla de sus pecados, para lo cual,
Dios eligió la pueblo judío, formado por la fe de un solo hombre, Abrahám; y
dirigido por Moisés, y luego por Josué.
Para conseguir la Tierra
prometida, el pueblo atravesó el desierto y, luego de 40 año y duras pruebas de
Yahvhé -pues fácilmente se desviaban y eran merecedores de castigos ejemplares-
consiguió su objetivo. El Pentateuco relata cómo vivió el pueblo elegido luego
de ser sacado de Egipto, quienes vivieron protegidos por Dios, recibiendo sus
mandamientos, escribiendo leyes y consagrando a sus sacerdotes.
En estos libros podemos ver a un
Dios que era temido por quienes lo conocían porque era «un Dios
celoso» y ponía orden de manera terrible.
Una muestra la leemos en el
pasaje en el que el pueblo habla contra Dios y Él manda serpientes venenosas a
morderlos, lo que causa la muerte de muchos israelitas. El pueblo se arrepiente
y pide a Moisés que interceda para que Dios tenga clemencia; Yahvhé le ordena
que haga una serpiente de bronce para que quien sea mordido, la vea y se salve
(Num
21, 4-9).
Nuevo Testamento: el Dios de amor
La situación cambia con la
llegada de Cristo al mundo, dando plenitud al mensaje. Durante los tres años
que duró su vida pública se esmero en mostrar la cara amorosa de Dios: curaba
enfermos, expulsaba demonios, comía con pecadores para logar su conversión, y
sobre todo, predicaba donde quiera que iba que el reino de los cielos estaba
cerca, y que Dios quería que todos se bautizaran y
se hicieran sus discípulos.
Pues bien, tenemos la gracia de
experimentar el amor de un Dios justo, que no nos trata como merecen nuestras
malas obras, sino que nos ama tanto que nos ha dejado todos los medios para
salvarnos a través de Jesús, y más aún, el mismo Cristo se nos da en la
Eucaristía como alimento y nos perdona de manera sencilla en la Confesión.
Pero no nos equivoquemos. Nuestro
Dios es misericordioso, pero no quiere decir que estemos autorizados a vivir en
pecado, abusando de su infinito amor. Estamos llamados a ser sus hijos y a
vivir como Cristo nos enseñó, por eso, seamos agradecidos con el Señor y
roguemos al Espíritu Santo que nos infunda sus gracias para ser cristianos
fieles y comprometidos, para ser dignos de alcanzar el cielo, luego de una vida
santa.
Que así sea.
Mónica Muñoz
Fuente: Aleteia