1 – Octubre. XXVI Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 21,
28-32
¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue.
Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue.
¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?».
Contestaron: «El primero».
Jesús les dijo: «En verdad os digo que los
publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de
Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y
no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun
después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
Comentario
La escena del Evangelio se sitúa
en el Templo de Jerusalén. Jesús estaba allí enseñando a la gente y se
acercaron unos príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo,
interrumpiéndolo de malos modos y pidiéndole explicaciones acerca de quién le
había dado poder para llevar a cabo lo que hacía (cf. Mt 21,23-27). Estos
personajes pensaban que sólo ellos estaban capacitados para enseñar al pueblo
la ley de Dios, como intérpretes auténticos de la voluntad divina y guías del
pueblo elegido por el Señor.
Jesús les responde con una
parábola que se ajusta a una temática con una gran tradición en Israel: la
distinta reacción de dos hermanos ante un mismo hecho. Los relatos acerca de
Caín y Abel, Ismael e Isaac, o Esaú y Jacob eran bien conocidos por aquellos
hombres. En este caso, uno de los hermanos presume de querer cumplir la
voluntad del padre -como esos personajes que se enfrentan a Jesús-, pero sin
embargo no lo hace. En cambio, el otro manifiesta públicamente su rechazo a
hacer lo que el padre les ha pedido -como cualquier pecador, que actúa en
contra de la ley divina- pero luego recapacita, se arrepiente, y cumple la
voluntad de su padre.
Entonces, y ahora, no faltan
personas que no tienen nada contra Dios, pero su respuesta a los requerimientos
divinos es tan desganada que, a la menor complicación, ya no hacen aquello que
debían y, además, se consideran suficientemente excusados de hacerlo. Su
práctica religiosa es tan rutinaria que no les inquieta lo más mínimo dejar al
margen de sus vidas lo que para Dios es importante.
Las palabras de Jesús son una
invitación a reaccionar. “Tú y yo -decía san Josemaría- hemos de recordarnos y
de recordar a los demás que somos hijos de Dios, a los que, como a aquellos
personajes de la parábola evangélica, nuestro Padre nos ha dirigido idéntica
invitación: hijo, ve a trabajar a mi viña. Os aseguro que, si nos empeñamos
diariamente en considerar nuestras obligaciones personales, como un
requerimiento divino, aprenderemos a terminar la tarea con la mayor perfección
humana y sobrenatural de que seamos capaces. Quizá en alguna ocasión nos
rebelemos -como el hijo mayor que respondió: no quiero-, pero sabremos
reaccionar, arrepentidos, y nos dedicaremos con mayor esfuerzo al cumplimiento
del deber”[1].
Jesús conoce bien el corazón
humano, y se hace cargo de las dificultades y conflictos con los que hemos de
enfrentarnos cada día, tanto en la propia interioridad -la tensión por vencer
la pereza o la desgana- como en el ámbito familiar, profesional o entre amigos
-el estar más atentos a qué hacen los demás que a ocuparnos de hacer bien lo
nuestro, aunque otros no lo hagan. Como observa el Papa Francisco mencionando
entre otras esta escena, Jesús “conoce las ansias y las tensiones de las
familias incorporándolas en sus parábolas: desde los hijos que dejan sus casas
para intentar alguna aventura (cf. Lc 15, 11-32) hasta los hijos difíciles con
comportamientos inexplicables (cf. Mt 21, 28-31) o víctimas de la violencia
(cf. Mc 12, 1-9)”[2].
Dios se hace cargo de nuestras dificultades, pero aguarda con paciencia nuestra
rectificación y nuestra respuesta generosa como la del hijo rebelde.
La conclusión de la parábola
tiene palabras fuertes: “en verdad os digo que los publicanos y las meretrices
van a estar por delante de vosotros en el Reino de Dios” (v. 31). Esto es, los
que sufren a causa de sus pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más
cerca del Reino de Dios que muchos que se llaman cristianos pero que son
indolentes. Piensan que ya hacen suficiente, y no dejan que el arrepentimiento
de sus culpas ni el amor de Dios toque sus corazones.
[2] Francisco, Amoris laetitia, n. 21.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei