22 – Octubre. XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Mateo 22,
15-21
Entonces se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?».
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto».
Le presentaron un denario.
Él les preguntó: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?».
Le respondieron: «Del César».
Entonces les replicó: «Pues
dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Comentario
Jesús resuelve magistralmente la
trampa dialéctica que le tendieron sus enemigos sobre el tributo al César con
la célebre sentencia “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios” (v. 21). Con este logion o dicho, el Señor no solo desbarató la
treta que le planteaban, sino que también sentó las bases para una recta
distinción entre el poder temporal y el espiritual y para una actuación
cristiana coherente en medio del mundo.
En tiempos de Jesús, Judea vivía
una situación política y religiosa dramática. Por un lado, toda la región
estaba sometida al Imperio Romano; como provincia conflictiva, Judea requería
presencia militar permanente a cargo de un procurador, encargado de garantizar
el sometimiento del pueblo y de cobrar los impuestos por medio de recaudadores
locales: los publicanos. Por otro lado, los herodianos preferían la mediación
de un príncipe local que cobrara los impuestos y diera parte del dinero a Roma.
Por su parte, las autoridades religiosas debían velar por el sostenimiento del
templo de Jerusalén, el culto y las instituciones.
En este cruce de intereses, el
llamado tributo al César resultaba por tanto materia de controversia asegurada:
¿qué era lo justo en aquella difícil situación para cualquier judío piadoso? El
denario era la paga de un jornalero por un día de trabajo (cfr. Mateo 20,2) y
un par de denarios fue lo que dejó el buen samaritano en la parábola lucana
para gastos de la posada (Lucas 10,35). Un denario equivalía a diez ases, y de
ahí su nombre. No era una suma muy alta, pero tampoco despreciable; y, sobre
todo, estaba destinada a los intereses de los romanos. El dilema parecía por
tanto insalvable: si Jesús animaba a pagar el tributo, aparecía ante la opinión
pública como amigo de los gentiles y su prestigio entre el pueblo podía caer.
Si por el contrario animaba a no pagar el tributo, era posible acusarlo de
soliviantar al pueblo contra Roma.
Con excelente sabiduría, Jesús
invita a observar la moneda que servía para pagar y a verificar la presencia de
la efigie del César acuñada en ella. San Hilario parafraseaba la respuesta de
Jesús así: “La moneda del César está hecha en el oro, en donde se encuentra
grabada su imagen; la moneda de Dios es el hombre, en quien se encuentra
figurada la imagen de Dios; por lo tanto dad vuestras riquezas al César y
guardad la conciencia de vuestra inocencia para Dios”[1].
El Papa Francisco retoma esta
idea cuando dice: “La referencia a la imagen de César, incisa en la moneda,
dice que es justo sentirse ciudadanos del Estado de pleno título —con derechos
y deberes—; pero simbólicamente hace pensar en otra imagen que está impresa en
cada hombre: la imagen de Dios. Él es el Señor de todo y nosotros, que hemos
sido creados «a su imagen» le pertenecemos ante todo a Él”[2].
La respuesta de Jesús a la
cuestión ha sido un recurso frecuente para desarrollar la doctrina social de la
Iglesia, que defiende tanto el ámbito civil, con sus derechos y deberes, como
el ámbito eclesial, con los suyos propios. Se trata de dar al César, a la
autoridad legítima, lo que le corresponde en justicia y, a la vez, defender los
derechos de la Iglesia, sin emplearla en beneficio propio o mezclarla con fines
meramente temporales.
A propósito de esta escena y
hablando a cristianos que tienen que santificarse en medio del mundo, san
Josemaría recomendaba vivir la unidad de vida, es decir, conjugar los
deberes cívicos con los religiosos sin invadir ni negar el ámbito de ninguno de
ellos. Decía pues: “ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca
es la respuesta del Maestro. No hay —no existe— una contraposición entre el
servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros
deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y
mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo
como camino que nos lleva a la patria celeste. (…) La elección exclusiva que de
Dios hace un cristiano, cuando responde con plenitud a su llamada, le empuja a
dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que
en justicia le corresponde”[3].
[2] Papa Francisco, Ángelus, 22 de octubre de 2017.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 165.
Pablo Edo
Fuente: Opus Dei