3 – Octubre. Martes de la XXVI semana del Tiempo Ordinario
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Evangelio según san Lucas 9, 51-56
Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él.
Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?».
Él se volvió y los regañó.
Y se encaminaron hacia otra aldea.
Comentario
El breve episodio que nos narra san Lucas en el evangelio de hoy
nos sirve para meditar en la grandeza de la paciencia.
Comienza una nueva etapa en la misión del Maestro: «Y cuando iba
a cumplirse el tiempo de su ascensión, decidió firmemente marchar hacia
Jerusalén» (v. 51). El Señor está determinado en ir hacia la ciudad santa,
donde daría la vida por nosotros. Su voluntad es firme, pero se encuentra
rápidamente con un obstáculo: la gente del pueblo por el que pasaría no quieren
recibirlo.
Santiago y Juan no toleran la falta de hospitalidad de los
samaritanos y piden un castigo ejemplar: ¡que arda el pueblo! La reacción de
los apóstoles puede parecer totalmente desproporcionada. Sin embargo, el
Antiguo Testamento recoge algunos pasajes de castigos fuertísimos a pueblos
enteros, e incluso en los Salmos se pueden encontrar peticiones tan duras
contra los adversarios como: «Que les caigan encima ascuas encendidas, que los
arroje en el abismo profundo y no puedan levantarse» (Salmo 140,11). Quizá Santiago
y Juan piensan que esos castigos ejemplares de antaño tendrían que repetirse
entonces.
Pero Jesús los reprende. Nos anuncia
ya, con este sencillo gesto, cuál va a ser su actitud ante la gente que lo
rechazará en el momento de la Pasión. Su respuesta es la paciencia. Jesús nos
ha salvado a través de su paciencia. Lo comentaba Benedicto XVI al iniciar su
pontificado: «El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva
por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la
paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[1].
El evangelio nos dice que Jesús sigue su camino por otra ruta.
Jesús está dispuesto a condescender, pero no se detiene en su misión. La
paciencia y la comprensión no son aliadas de la pasividad; al contrario, estas
virtudes nos permiten encontrar las soluciones más efectivas, que no suelen ser
intempestivas o violentas. El amor paciente siempre da fruto, aunque sea a
largo plazo.
[1] Benedicto
XVI, Homilía en el inicio de
su pontificado, 24 de abril de 2005.
Rodolfo Valdés
Fuente: Opus Dei