Como cristianos, nos definimos por el nombre de Cristo. No es una cuestión menor. Implica una elección por nuestra parte, o en todo caso un sentimiento de pertenencia, de reconocimiento
Dominio público |
«¿Quién dicen que
soy? Tú eres Cristo, el hijo del Dios vivo» (Mt 16,15-16). San
Pedro, inspirado por el Espíritu Santo,
reconoce a Jesús como hijo de Dios. Quizás deberíamos intentar
ponernos en el lugar de los apóstoles para comprender mejor la importancia de
la pregunta de Cristo y la respuesta que da San Pedro.
Probablemente los
apóstoles estaban cautivados por el Maestro pero aún les costaba comprender con
quién estaban tratando realmente. Hacía poco que habían dejado atrás su vida
laboral, acorde con la de su época. Lo habían dejado todo para seguir a Jesús.
Un hombre. Un hombre
de carne y hueso, aunque también se revela maestro, profeta, hacedor de
milagros, amigo… Pero, ¿Hijo de Dios? Esto es mucho más difícil de
concebir. En última instancia, enfrentamos el mismo desafío en nuestra
vida como cristianos: el de reconocer a Cristo. ¿Somos más rápidos para
creer que los apóstoles? Muy pocos de nosotros somos capaces de
afirmar, con tanta confianza como Pedro, que el hijo de Dios se hizo hombre,
que vino a habitar entre nosotros y que es nuestro Salvador.
Jesús ha estado preparando a los apóstoles desde su encuentro. En cuanto a nosotros, puede que hayamos ido al catecismo cuando éramos más jóvenes, vamos a misa los domingos, nos declaramos cristianos y, sin embargo, la Verdad es tan difícil de comprender que, como a los apóstoles, nos lleva mucho tiempo llegar a entenderla. De hecho, la mayoría de ellos esperaron hasta la resurrección del Señor para comprender plenamente quién era aquel con el que se habían codeado, al que habían servido y al que habían amado.
Elegir definirse como cristiano
Como cristianos, nos
definimos por el nombre de Cristo. No es una cuestión menor. Implica una
elección por nuestra parte, o en todo caso un sentimiento de pertenencia, de
reconocimiento. Entonces, como cristianos, ¿cómo respondemos a la pregunta de
Jesús: «¿Quién soy yo para ti?»
Es a Jesús, personalmente,
a quien debemos una respuesta porque es a cada uno de nosotros individualmente
a quien se plantea esta pregunta. ¿Definimos nuestra relación con Cristo como
algo tan importante que nos da nuestro nombre? ¿Qué nos convierte en lo que
realmente somos? Hagámonos realmente esta pregunta, porque de esta sencilla y
directa cuestión se derivan multitud de otras que condicionan nuestro modo de
vida.
Significa hacernos
preguntas sobre nuestra naturaleza más profunda, sobre la forma en que
enfocamos nuestras vidas, sobre el sentido que queremos dar a nuestras vidas,
sobre nuestra vida interior y lo que la impulsa. Sobre lo esencial. ¿Quién soy
yo? ¿En términos de qué, o más bien, de quién quiero definirme? ¿Quién creo que
soy? Aunque la respuesta sea a veces vaga, titubeante o incluso desesperada:
«No lo sé», o «Ya no lo sé», o «¡Ayúdame Señor!» Quizá lo importante sea que
esta pregunta siempre resuene en nuestro interior.
Sacudir
la fe
En teoría,
nuestra fe nos permite responder a esta pregunta como San Pedro. Pero al igual
que los apóstoles, aquellos que lo dejaron todo para seguir a Jesús, en nuestro
corazón habrá regularmente vacilaciones, dudas, miedo, pero también certeza.
¿Cuántas veces se lo preguntaron estos hombres que estaban cerca de Él? ¿Cada
día? ¿Cada vez que el camino era difícil o que sus vidas corrían peligro? ¿Cada
vez que el Maestro hablaba y encendía el fuego en sus corazones? ¿Cada vez que
se inclinaba sobre la viuda, el enfermo o el pecador? ¿Cada vez que su mirada
se cruzaba con la suya? ¿La respuesta era siempre la misma? Seguro que no.
Nuestra fe,
como la de los apóstoles, debe estar en movimiento: debe alimentarse y
enriquecerse, pero también cuestionarse, desafiarse y confrontarse. Por eso, la
respuesta nunca se afirma de una vez por todas. Nuestra fe nunca se da por
supuesta. San Pedro reconoció al Salvador y, sin embargo, cayó varias veces.
Como él,
tendremos momentos de fe profunda y de verdadera comunión con el Señor. Como
él, dudaremos, nos equivocaremos, caeremos, negaremos. Y Él nos levantará.
Recordemos con confianza la gran misión que Jesús confió a Pedro. «Dichoso tú,
Pedro, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos» (Mt
16,17).
La exclamación
de Pedro, en respuesta a la pregunta de Jesús, casi parece sobrecogerle, tan
repentina y espontánea fue. Fue permitida porque su corazón vio la verdad,
desvelada en el espacio de un instante. Reconoce a Cristo porque, al estar con
él, ha aprendido a ponerse a disposición de la inspiración del Espíritu Santo.
La fe se
recibe. Es un don gratuito de Dios, ofrecido por el bautismo y a todo corazón
que lo busque de verdad. El Espíritu sopla donde quiere, pero para recibirlo
hay que tener un corazón dispuesto, un corazón que busca, que desea.
Un
testimonio alegre
Nosotros que
confesamos a Cristo -es decir, que afirmamos ser Cristo y sabemos reconocerlo-
podemos ser sus testigos. No solo basta reconocerlo para que seamos capaces de
hacerlo, sino que encontraremos en ello una alegría aún más profunda. Porque
dar testimonio nos hace discípulos suyos. El testimonio nos une profundamente a
Él. En efecto, cuando nos convertimos en sus testigos, hacemos nuestra su
Palabra, hacemos nuestra su misión. Le acogemos y le dejamos vivir en nosotros.
Entonces somos capaces de reclamar a Cristo como nuestro y llevar su nombre a
quienes nos rodean.
Pensemos en
Felipe, que dice a Natanael que ha encontrado al Mesías esperado. Frente a su
escepticismo, Natanael le conduce a Cristo. «Venid y veréis» (Jn 1,46).
Basta un testigo para que se produzca el encuentro con Jesús. Natanael es
llevado a su presencia, le reconoce a su vez y se convierte en uno de sus
apóstoles. Es el encuentro personal con el Señor lo que conduce a la conversión
del corazón. De hecho, Dios nos lo ofrece constantemente, pero para que se
produzca es absolutamente necesario el deseo del hombre. Es el encuentro de dos
voluntades que se buscan por amor: el feliz reencuentro de un alma desterrada y
su creador, tan bien transcrito en el Cantar de los Cantares.
Aceptar
su lugar en la Iglesia
«Tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En
la primera lectura de este versículo, Jesús confía su Iglesia naciente a Pedro
y, por extensión, a todos sus sucesores. Pero también puede leerse como un
discurso dirigido a todos los que reconocen a Cristo, es decir, a todos los
cristianos. Amando a Cristo, tratando de vivir a su imitación, viviendo
plenamente nuestra fe, ocupamos nuestro lugar entre las piedras que construyen
la Iglesia. Una pequeña parte de un todo cuyo imán es Cristo. Por modesta e
imperfecta que sea nuestra piedra, contribuye a la construcción del conjunto,
lo equilibra, lo consolida, lo unifica.
La promesa de
la vida eterna procede de la libre elección que hacemos de ocupar este lugar, a
la que también se espera que contribuyamos. «Y el poder de la muerte no
prevalecerá contra ella» (Mt 16,18). Esta vida se ve menos como una recompensa
para quienes lo han hecho todo bien, y más como una culminación. En efecto,
cuando se saborea el amor infinito del Señor, cuando se entra en relación con
Él, surge un deseo imperioso de seguir sus huellas -sin tener, no obstante, el
cuadro completo, como los apóstoles y Pedro que, hasta la Resurrección, tienen
a veces momentos de gracia y de verdad, pero que a menudo flaquean un poco en
el fondo. Sin embargo, la fuerza del vínculo que les une a Cristo les impulsa
constantemente a entrar en comunión con Él en su plan de salvación para ellos y
para el mundo.
Participar
en la construcción del Reino
Esto es también
lo que significa ser cristiano: seguir sus pasos, poner de nuestra parte,
aceptar el misterio. Aceptar que no lo entendemos todo sobre los planes de
Dios. Dejarnos desbordar, pero seguir el camino con confianza y valentía tras
las huellas de aquel que vino a hacernos sus hermanos y a elevarnos con él
hacia Dios. Victorioso sobre la Muerte, conduce a su Iglesia a la Vida. La
Iglesia de Cristo pertenece al Cielo. Se construye piedra a piedra aquí en la
tierra, pero el conjunto, guiado por Jesús, ya es santo.
En nuestro
lugar, por humilde que sea, podemos decir que participamos en la construcción
del Reino de Dios. Nuestro Cielo podría ser, por tanto, la medida del abandono
con el que nos dejamos modelar por Aquel que siempre nos ha preparado un lugar
allí.
Stéphanie de
Lachadenède
Fuente:
Aleteia