12.11.23

EVANGELIO DEL DÍA

12 – Noviembre. XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Misioneros digitales católicos MDC

Evangelio según san Mateo 25, 1-13

Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Comentario

Las celebraciones nupciales en tiempos de Jesús estaban revestidas de una particular solemnidad, en un ambiente festivo y gozoso. Unos meses antes tenían lugar los desposorios, donde los futuros esposos ya quedaban públicamente comprometidos en matrimonio, pero sólo un tiempo después la esposa era recibida en su nueva casa por el esposo para iniciar su vida en común formando una familia. En esta segunda ceremonia los amigos de los novios participaban activamente en los festejos.

Acompañaban a la esposa sus amigas de infancia y juventud, las “vírgenes” de las que habla la parábola, solteras como ella hasta ese momento. De ordinario llegaban con cierta antelación al lugar de la boda y, cuando al caer la tarde, llegaba el esposo acompañado por sus amigos, también jóvenes como él, salían a su encuentro con sus lámparas de aceite encendidas y comenzaba la fiesta. Sonaba la música, corría el vino y los manjares, y se bailaba con alegría hasta la medianoche.

Jesús habla de una boda en la que un retraso excesivo en la llegada del novio provocó el desconcierto entre las amigas de la novia. Algunas poco previsoras, al retrasarse tanto el esposo, se quedaron sin aceite para salir con sus lámparas a recibirlo y, mientras iban a comprar lo necesario, se cerró la puerta y se quedaron fuera.

El Maestro se sirve de esta parábola para recomendar la necesidad de estar siempre bien preparados para recibir al Señor cuando se presente, ya que no sabemos el día ni la hora. Vendrá al final de los tiempos, pero también saldrá al encuentro de cada uno de nosotros cuando llegue el final de nuestra vida terrena para juzgarnos. “Llegará aquel día –recordaba san Josemaría–, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo”[1].

La imprevisión o el atolondramiento, el retrasar el arrepentimiento o la confesión, dilatar las decisiones de entrega, pueden privarnos para siempre de la gloria. En cambio, una vida vivida cara a Dios, sin descuidar detalles, nos puede abrir la puerta del cielo, como sucedió a aquellas amigas de la novia, que fueron previsoras, y entraron a disfrutar de la fiesta, mientras que las otras se quedaron fuera. Aquellas muchachas “No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon”[2], seguía comentando san Josemaría.

De ahí que nos invitase a reflexionar y sacar propósitos: “Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz”[3].

[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 40.
[2] Ibidem, n. 41
[3] Ibidem, n. 41.

Francisco Varo  

Fuente: Opus Dei


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