12 – Noviembre. XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
Misioneros digitales católicos MDC |
Evangelio según san Mateo 25,
1-13
Entonces se parecerá el reino de
los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del
esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las
necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las
prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo
tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una
voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. Entonces se
despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus
lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite,
que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si
acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda
y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que
estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la
puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor,
señor, ábrenos”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os
conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».
Comentario
Las celebraciones nupciales en
tiempos de Jesús estaban revestidas de una particular solemnidad, en un
ambiente festivo y gozoso. Unos meses antes tenían lugar los desposorios, donde
los futuros esposos ya quedaban públicamente comprometidos en matrimonio, pero
sólo un tiempo después la esposa era recibida en su nueva casa por el esposo
para iniciar su vida en común formando una familia. En esta segunda ceremonia
los amigos de los novios participaban activamente en los festejos.
Acompañaban a la esposa sus
amigas de infancia y juventud, las “vírgenes” de las que habla la parábola,
solteras como ella hasta ese momento. De ordinario llegaban con cierta
antelación al lugar de la boda y, cuando al caer la tarde, llegaba el esposo acompañado
por sus amigos, también jóvenes como él, salían a su encuentro con sus lámparas
de aceite encendidas y comenzaba la fiesta. Sonaba la música, corría el vino y
los manjares, y se bailaba con alegría hasta la medianoche.
Jesús habla de una boda en la que
un retraso excesivo en la llegada del novio provocó el desconcierto entre las
amigas de la novia. Algunas poco previsoras, al retrasarse tanto el esposo, se
quedaron sin aceite para salir con sus lámparas a recibirlo y, mientras iban a
comprar lo necesario, se cerró la puerta y se quedaron fuera.
El Maestro se sirve de esta
parábola para recomendar la necesidad de estar siempre bien preparados para
recibir al Señor cuando se presente, ya que no sabemos el día ni la hora.
Vendrá al final de los tiempos, pero también saldrá al encuentro de cada uno de
nosotros cuando llegue el final de nuestra vida terrena para juzgarnos.
“Llegará aquel día –recordaba san Josemaría–, que será el último y que no nos
causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos
desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles,
a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos
espera la gran fiesta del Cielo”[1].
La imprevisión o el
atolondramiento, el retrasar el arrepentimiento o la confesión, dilatar las
decisiones de entrega, pueden privarnos para siempre de la gloria. En cambio,
una vida vivida cara a Dios, sin descuidar detalles, nos puede abrir la puerta
del cielo, como sucedió a aquellas amigas de la novia, que fueron previsoras, y
entraron a disfrutar de la fiesta, mientras que las otras se quedaron fuera.
Aquellas muchachas “No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud
debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora
el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían
encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon”[2], seguía
comentando san Josemaría.
De ahí que nos invitase a
reflexionar y sacar propósitos: “Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por
qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo
que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos
las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de
rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la
serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos
entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me
podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son
el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz”[3].
[2] Ibidem, n. 41
[3] Ibidem, n. 41.
Francisco Varo
Fuente: Opus Dei