Este domingo 19 de noviembre, en el marco de la Jornada Mundial de los Pobres, el Papa Francisco celebró la Santa Misa en la Basílica de San Pedro del Vaticano
El Papa Francisco durante la Misa de la Jornada Mundial de los Pobres | Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
A continuación, la homilía
pronunciada por el Santo Padre:
Tres hombres se encuentran con
una enorme riqueza entre las manos, gracias a la generosidad de su señor
que parte para un largo viaje. Ese patrón, sin embargo, un día volverá y
llamará de nuevo a aquellos siervos, con la esperanza de poder gozar con ellos,
por la forma en que, durante ese tiempo, hicieron fructificar sus bienes. La
parábola que hemos escuchado (cf. Mt 25,14- 30) nos invita a
detenernos en dos itinerarios: el viaje de Jesús y el viaje de
nuestra vida.
El viaje de Jesús. Al inicio de
la parábola, Él habla de “un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus
servidores y les confió sus bienes” (v. 14). Este “viaje” evoca el misterio
mismo de Cristo, Dios hecho hombre, su resurrección y ascensión al cielo. Él,
que bajó desde el seno del Padre para venir al encuentro de la humanidad,
muriendo destruyó la muerte y, resucitando, volvió al Padre. Al concluir su
jornada terrena, Jesús emprende su “viaje de regreso” hacia el Padre. Pero,
antes de partir nos entregó sus bienes, un auténtico “capital”: nos dejó a sí
mismo en la Eucaristía, su Palabra de vida, a su Madre como Madre
nuestra, y distribuyó los dones del Espíritu Santo para que nosotros
podamos continuar su obra en el mundo.
Estos “talentos” son otorgados
—especifica el Evangelio— “a cada uno según su capacidad” (v. 15) y por tanto
para una misión personal que el Señor nos confía en la vida cotidiana, en
la sociedad y en la Iglesia. Lo afirma también el apóstol Pablo: “cada
uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha
distribuido. Por eso dice: “Cuando subió a lo alto, llevó consigo a los
cautivos y repartió dones a los hombres” (Ef 4,7-8).
Fijemos la mirada en Jesús, que
recibió todo de las manos del Padre, pero no retuvo esa riqueza para sí,
“no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente:
al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor” , dice
Pablo. (Fil 2,6-7). Se revistió de nuestra frágil humanidad, como el buen
samaritano alivió nuestras heridas, se hizo pobre para enriquecernos con
la vida divina (cf. 2 Co 8,9), y subió a la cruz.
Él, que no tenía pecado, “Dios lo
identificó con el pecado en favor nuestro” (cf. 2 Co 5,21). En
favor nuestro. Jesús vivió para nosotros, en favor nuestro. Esta es la razón
que inspiró su camino por el mundo antes de subir al Padre.
La parábola que hemos escuchado,
sin embargo, nos dice también que “llegó el señor y arregló las cuentas
con sus servidores” (Mt 25,19). De hecho, al primer viaje hacia el Padre
seguirá otro, que Jesús realizará al final de los tiempos, cuando volverá
en gloria y querrá encontrarnos de nuevo, para “ajustar las cuentas” de la
historia e introducirnos en la alegría de la vida eterna. Y entonces, debemos
preguntarnos: ¿cómo nos encontrará el Señor cuando vuelva? ¿Cómo me presentaré
a la cita que tengo con Él?
Este interrogante nos lleva al
segundo momento: el viaje de nuestra vida. ¿Qué camino recorremos
nosotros, el de Jesús que se hizo don o, por el contrario, el camino del
egoísmo? ¿La de las manos abiertas a los otros, para dar y para darnos o la de
las manos cerradas, para tener más y sólo para acumular? La parábola nos dice
que cada uno de nosotros, según las propias capacidades y posibilidades, ha
recibido los “talentos”. Cuidado, no nos dejemos engañar por el lenguaje
común, aquí no se trata de capacidades personales, sino, como decíamos,
de los bienes del Señor, de aquello que Cristo nos dejó al volver al
Padre. Con esos bienes Él nos ha dado su Espíritu, en el cual fuimos hechos
hijos de Dios y gracias al cual podemos gastar la vida dando testimonio del
Evangelio y edificando el Reino de Dios. El gran “capital” que ha sido puesto
en nuestras manos es el amor del Señor, fundamento de nuestra vida y
fuerza de nuestro camino.
Y entonces debemos preguntarnos:
¿Qué hago con un don tan grande a lo largo del viaje de mi vida? La
parábola nos dice que los primeros dos servidores multiplicaron el don
recibido, mientras el tercero, más que fiarse de su señor, que le ha dado,
le tuvo miedo y permaneció como paralizado, no arriesgó, no se involucró,
y terminó por enterrar el talento. Y esto vale también para nosotros,
podemos multiplicar lo que hemos recibido, haciendo de nuestra vida una
ofrenda de amor para los demás, o podemos vivir bloqueados por una falsa imagen
de Dios y, a causa del miedo, esconder bajo tierra el tesoro que hemos
recibido, pensando sólo en nosotros mismos, sin apasionarnos más que por
nuestras propias conveniencias e intereses, sin comprometernos. La pregunta es
muy clara, los primeros dos, negociando con los talentos arriesgan. Y la
pregunta que yo hago: ¿Yo arriesgo mi vida? ¿Arriesgo con la fuerza de mi fe?
Yo como cristiana, como cristiano, ¿se arriesgar? ¿O me encierro en mí mismo
por miedo o pusilanimidad?
Hermanos y hermanas, en esta
Jornada Mundial de los Pobres la parábola de los talentos nos sirve de
advertencia para verificar con qué espíritu estamos afrontando el viaje de la
vida. Hemos recibido del Señor el don de su amor y estamos llamados a ser
don para los demás. El amor con el que Jesús se ha ocupado de nosotros,
el aceite de la misericordia y de la compasión con el que ha curado
nuestras heridas, la llama del Espíritu con la que ha abierto nuestros
corazones a la alegría y a la esperanza, son bienes que no podemos
guardar sólo para nosotros mismos, administrarlos por nuestra cuenta o
esconderlos bajo tierra. Colmados de dones, estamos llamados a hacernos don.
Nosotros, que hemos recibido tantos dones, debemos hacernos dones para los demás.
Las imágenes usadas por la
parábola son muy elocuentes. Si no multiplicamos el amor alrededor
nuestro, la vida se apaga en las tinieblas; si no ponemos a circular los
talentos recibidos, la existencia acaba bajo tierra, es decir, es como si
estuviésemos ya muertos (cf. vv. 25.30). Hermanos y hermanas, cuántos
cristianos están enterrados. Cuántos cristianos viven la fe como si vivieran
bajo tierra.
Pensemos entonces en tantas
pobrezas materiales, culturales y espirituales de nuestro mundo, en las
existencias heridas que habitan en nuestras ciudades, en los pobres que se han
convertido en invisibles, cuyo grito de dolor es sofocado por la
indiferencia general de una sociedad muy ocupada y distraída. Cuando pensamos
en la pobreza no podemos olvidar el pudor, La pobreza es púdica, es esconde.
Debemos buscarla nosotros con valentía.
Pensemos en cuántos están
oprimidos, cansados, marginados, en las víctimas de las guerras y en aquellos
que dejan su tierra arriesgando la vida, en aquellos que están sin pan,
sin trabajo y sin esperanza. Tanta pobreza cotidiana. Y no son uno, dos o tres,
son una multitud, los pobres son una multitud.
Pensando en esta inmensa multitud
de pobres, el mensaje del Evangelio es claro: ¡no enterremos los bienes
del Señor! Hagamos que circule la caridad, compartamos nuestro pan,
multipliquemos el amor.
La pobreza es un escándalo.
Cuando el Señor vuelva nos pedirá cuenta y —como escribía san Ambrosio—
nos dirá: “¿Por qué han tolerado que muchos pobres muriesen de hambre,
cuando poseían oro con el cual procurar comida para darles? ¿Por qué
tantos esclavos han sido vendidos y maltratados por los enemigos, sin que nadie
se haya preocupado de rescatarlos?” (Los deberes de los ministros, PL 16,148-149).
Recemos para que cada uno de
nosotros, según el don recibido y la misión que le ha sido confiada, se
comprometa a “hacer fructificar la caridad” y a hacerse cercano a algún pobre.
Recemos para que también nosotros, al terminar nuestro viaje, después de
haber acogido a Cristo en estos hermanos y hermanas, con quienes Él mismo
se ha identificado (cf. Mt 25,40), podamos escuchar que nos
dice: “Está bien, servidor bueno y fiel […] entra a participar del gozo de tu
señor” (Mt 25,21).
Por Papa Francisco
Fuente: ACI Prensa