La Oficina de Prensa del Vaticano publicó este martes el mensaje del Papa Francisco por la 38° Jornada Mundial de la Juventud, que se celebra en todas las diócesis el 26 de noviembre, en la fiesta de Cristo Rey
Jóvenes voluntarios en la JMJ Lisboa 2023. | Crédito: Flickr Lisboa 2023 |
En el texto, el Santo Padre resalta: “la esperanza cristiana no
es un fácil optimismo, ni un placebo para incautos. Es la certeza, arraigada en
el amor y la fe, de que Dios no nos deja nunca solos y mantiene su promesa”.
A continuación, el texto completo del
mensaje del Pontífice para los jóvenes:
“Alegres en la esperanza” (cf. Rm 12,12)
Queridos jóvenes:
El pasado mes de agosto estuve con
cientos de miles de vuestros coetáneos, procedentes de todo el mundo y reunidos
en Lisboa para la Jornada Mundial de la Juventud. Durante la pandemia, en medio
de tantas incertidumbres, abrigábamos la esperanza de que esta gran celebración
del encuentro con Cristo y con otros jóvenes pudiera llevarse a cabo. Esa
esperanza se hizo realidad y para muchos de los allí presentes ―entre los que
me incluyo―, sobrepasó todas las expectativas. ¡Qué hermoso fue nuestro
encuentro en Lisboa! Una verdadera experiencia de transfiguración, una
explosión de luz y alegría.
Ustedes, jóvenes, son realmente la
esperanza gozosa de una Iglesia y de una humanidad siempre en movimiento.
Quisiera tomarlos de la mano y recorrer con ustedes el camino de la esperanza.
Quisiera hablar con ustedes de nuestros gozos y esperanzas, pero también de las
tristezas y angustias de nuestro corazón y de la humanidad que sufre (cf.
Const. past. Gaudium et spes, 1). En estos dos años de
preparación al Jubileo, meditaremos primero sobre la expresión paulina “Alegres
en la esperanza” (cf. Rm 12,12) y, luego,
profundizaremos la del profeta Isaías “Los que esperan en el Señor caminan sin
cansarse” (cf. Is 40,31).
¿De dónde viene esta alegría?
“Alegres en la esperanza” (cf. Rm 12,12) es una exhortación
de san Pablo a la comunidad de Roma, que se encuentra en un período de dura
persecución. En realidad, la “alegría en la esperanza” predicada por el Apóstol
brota del misterio pascual de Cristo, de la fuerza de su resurrección. No es
fruto del esfuerzo humano, del ingenio o del arte. Es la alegría que nace del
encuentro con Cristo. La alegría cristiana viene de Dios mismo, del sabernos
amados por Él.
Benedicto XVI, reflexionando sobre su
experiencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid en 2011, se
preguntaba: «la alegría, ¿de dónde viene? ¿Cómo se explica? Seguramente hay
muchos factores que intervienen a la vez. Pero […] lo decisivo es la certeza
que viene de la fe: yo soy amado. Tengo un cometido en la historia. Soy
aceptado, soy querido». Y precisó: «A fin de cuentas, tenemos necesidad de una
acogida incondicionada. Sólo si Dios me acoge, y estoy seguro de ello, sabré
definitivamente: “Es bueno que yo exista” […] Es bueno existir como persona
humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro» (Discurso
a la Curia Romana, 22 diciembre 2011).
¿Dónde está mi esperanza?
La juventud es un tiempo lleno de
esperanzas y sueños, alimentado por las hermosas realidades que enriquecen
nuestras vidas: el esplendor de la creación, las relaciones con nuestros seres
queridos y los amigos, las experiencias artísticas y culturales, los
conocimientos científicos y técnicos, las iniciativas que promueven la paz, la
justicia y la fraternidad, y así sucesivamente. Sin embargo, vivimos en una
época en la que, para muchos, incluidos los jóvenes, la esperanza parece ser la
gran ausente. Muchos de vuestros coetáneos que, lamentablemente, viven
experiencias de guerra, violencia, acoso escolar y otros tipos de dificultades
se ven afligidos por la desesperación, el miedo y la depresión. Se sienten como
encerrados en una prisión oscura, incapaces de ver los rayos del sol. Esto
queda dramáticamente demostrado por el alto número de suicidios entre los
jóvenes en varios países. En un contexto así, ¿cómo se puede experimentar la
alegría y la esperanza de las que habla san Pablo? Más bien se corre el riesgo
de que se apodere de uno la desesperación, el pensamiento de que es inútil
hacer el bien, porque no sería apreciado ni reconocido por nadie, como leemos
en el libro de Job: «¿Dónde está entonces mi esperanza? Y mi felicidad, ¿quién
la verá?» (Jb 17,15).
Frente a los dramas de la humanidad,
sobre todo ante el sufrimiento de los inocentes, también nosotros, como rezamos
en algunos salmos, le preguntamos al Señor: “¿Por qué?”. Pues bien, nosotros
podemos ser parte de la respuesta de Dios. Creados por Él a su imagen y
semejanza, podemos ser expresión de su amor, que hace nacer la alegría y la
esperanza, incluso allí donde parece imposible. Me viene a la mente el
protagonista de la película “La vida es bella”, un joven padre que, con
delicadeza e imaginación, consigue convertir la dura realidad en una especie de
aventura y de juego, dando así a su hijo “ojos de esperanza”, protegiéndolo de
los horrores del campo de concentración, defendiendo su inocencia e impidiendo
que la maldad humana le robe el futuro. Pero no se trata de historias
inventadas. Es lo que vemos en la vida de tantos santos, que han sido testigos
de esperanza incluso en medio de la más cruel perversidad humana. Pensemos en
san Maximiliano María Kolbe, en santa Josefina Bakhita, o en los beatos cónyuges
Józef y Wiktoria Ulma con sus siete hijos.
La posibilidad de encender una
esperanza en el corazón de los hombres, a partir del testimonio cristiano, fue
magistralmente puesta de relieve por san Pablo VI cuando nos recordaba: «Un
cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde
viven […], irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que
van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni
osarían soñar» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 21).
La “pequeña” esperanza
El poeta francés Charles Péguy, al comienzo de su poema sobre la esperanza,
habla de las tres virtudes teologales ―fe, esperanza y caridad― como tres
hermanas que caminan juntas:
«La pequeña esperanza avanza entre sus
dos hermanas mayores y no se la toma en cuenta.
[...]
Ella, esa pequeña, arrastra todo.
Porque la Fe no ve sino lo que es.
Y ella ve lo que será.
La Caridad no ama sino lo que es.
Y ella ama lo que será.
[...]
Y en realidad es ella la que hace
andar a las otras dos.
Y las arrastra.
Y hace andar a todo el mundo».
(El
pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23).
También yo estoy convencido de este
carácter humilde, “menor”, pero fundamental de la esperanza. Pensemos: ¿cómo
podríamos vivir sin esperanza? ¿Cómo serían nuestros días? La esperanza es la
sal de la cotidianidad.
La esperanza, luz que brilla en la noche
En la tradición cristiana del Triduo
pascual, el Sábado Santo es el día de la esperanza. Entre el Viernes Santo y el
Domingo de Resurrección, es como un punto intermedio entre la desesperación de
los discípulos y su alegría pascual. Es el lugar donde nace la esperanza. Ese
día, la Iglesia conmemora en silencio el descenso de Cristo a los infiernos. Lo
podemos ver representado de forma pictórica en muchos iconos, que nos muestran
a Cristo resplandeciente de luz bajando a las tinieblas más profundas y atravesándolas.
Y es así: Dios no se queda a mirar con compasión nuestras zonas de muerte o a
llamarnos desde lejos, sino que entra en nuestras experiencias de infierno como
una luz que brilla en las tinieblas y las vence (cf. Jn 1,5). Lo expresa bien un
poema en lengua xhosa sudafricana: “Aunque ya no haya esperanzas, con esta
poesía despierto la esperanza. Mi esperanza se despierta porque espero en el
Señor. ¡Espero que nos unamos! Manténganse fuertes en la esperanza, porque la
victoria está cerca”.
Si lo pensamos bien, esta era la
esperanza de la Virgen María, que se mantuvo fuerte junto a la cruz de Jesús,
segura de que la “victoria” estaba cerca. María es la mujer de la esperanza, la
Madre de la esperanza. En el Calvario, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18),
no dejó que se desvaneciera en su corazón la certeza de la Resurrección
anunciada por su Hijo. Fue Ella quien llenó el silencio del Sábado Santo con
una espera amorosa y llena de esperanza, infundiendo en los discípulos la
convicción de que Jesús vencería a la muerte y que el mal no tendría la última
palabra.
La esperanza cristiana no es un fácil
optimismo, ni un placebo para incautos. Es la certeza, arraigada en el amor y
la fe, de que Dios no nos deja nunca solos y mantiene su promesa: «Aunque cruce
por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo» (Sal 23,4).
La esperanza cristiana no es negación del dolor y de la muerte, sino
celebración del amor de Cristo Resucitado que está siempre con nosotros, aun
cuando nos parezca lejano. «Cristo mismo es para nosotros la gran luz de
esperanza y de guía en nuestra noche, porque Él es “la estrella radiante de la
mañana” (Ap 22,16)»
(Exhort. ap. Christus
vivit, 33).
Alimentar la esperanza
Cuando la chispa de la esperanza se ha
encendido en nosotros, a veces corremos el riesgo de que se apague por las
preocupaciones, los miedos y las cargas de la vida cotidiana. Pero una chispa
necesita aire para seguir brillando y resurgir en un gran fuego de esperanza.
Es la brisa suave del Espíritu Santo la que alimenta la esperanza; pero también
nosotros podemos ayudar a alimentarla de varias maneras.
La esperanza
se alimenta con la oración. Rezando se custodia y se renueva
la esperanza. Rezando mantenemos encendida la chispa de la esperanza. «La
oración es la primera fuerza de la esperanza. Tú rezas y la esperanza crece,
avanza» (Catequesis,
20 mayo 2020). Rezar es como subir a gran altitud; cuando estamos en el suelo,
muchas veces no podemos ver el sol porque el cielo está cubierto de nubes. Pero
si nos elevamos por encima de las nubes, la luz y el calor del sol nos
envuelven; y en esta experiencia encontramos la certeza de que el sol está
siempre presente, aun cuando todo se vea gris.
Queridos jóvenes, cuando las espesas
nieblas del miedo, la duda y la opresión los rodeen, y no logren ver el sol,
sigan el sendero de la oración. Porque «cuando ya nadie me escucha, Dios
todavía me escucha» (Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 32). Ante las
angustias que nos asaltan, tomémonos cada día un tiempo para descansar en Dios:
«Sólo en Dios descansa mi alma, de él me viene la esperanza» (Sal 62,6).
La esperanza
se alimenta con nuestras elecciones diarias. La invitación a alegrarse
en la esperanza, que san Pablo dirige a los cristianos de Roma (cf. Rm 12,12),
exige hacer elecciones muy concretas en la vida de cada día. Por eso, los
exhorto a elegir un estilo de vida cimentado en la esperanza. Les pongo un
ejemplo: en las redes sociales parece más fácil compartir malas noticias que
noticias esperanzadoras. Por lo tanto, les hago una propuesta concreta: traten
de compartir cada día una palabra de esperanza. Conviértanse en sembradores de
esperanza en la vida de sus amigos y de todos aquellos que los rodean. En
efecto, “la esperanza es humilde, y es una virtud que debe trabajarse ―digamos
así― todos los días […]. Todos los días es necesario recordar que tenemos la
garantía, que es el Espíritu que trabaja en nosotros por medio de cosas
pequeñas” (cf. Meditaciones diarias, 29 octubre 2019).
Encender la antorcha de la esperanza
A veces, ustedes salen de noche con
sus amigos y, si está oscuro, encienden la linterna del smartphone para
alumbrar. En los grandes conciertos, miles de ustedes mueven estas luminarias
modernas al ritmo de la música, creando una escena sugestiva. De noche, la luz
permite ver las cosas de manera nueva; incluso en la oscuridad emerge una
dimensión de belleza. Lo mismo sucede con la luz de la esperanza, que es
Cristo. Por Él, por su resurrección, nuestra vida es iluminada. Con Él vemos
todo bajo una nueva luz.
Se dice que cuando la gente se
acercaba a san Juan Pablo II para hablarle de un problema, su primera pregunta
era: “¿Cómo aparece a la luz de la fe?”. Una mirada iluminada por la esperanza
también hace que las cosas se vean con una luz diferente. Los invito, pues, a
tener esta mirada en vuestra vida diaria. Animado por la esperanza divina, el
cristiano está lleno de una alegría distinta, que le sale de dentro. Hay y
habrá siempre retos y dificultades, pero si tenemos una esperanza “llena de
fe”, los afrontamos sabiendo que no tienen la última palabra, y nosotros mismos
nos convertimos en una pequeña antorcha de esperanza para los demás.
Cada uno de ustedes puede serlo
también, en la medida en que su fe se haga concreta, apegada a la realidad y a
las historias de los hermanos y las hermanas. Pensemos en los discípulos de
Jesús, que un día, en un monte elevado, lo vieron resplandecer con luz
gloriosa. Si se hubieran quedado ahí arriba, habría sido un momento hermoso
para ellos, pero los demás habrían sido excluidos. Era necesario que bajaran.
No debemos huir del mundo, sino amar a nuestro tiempo, en el que Dios nos ha
puesto no sin razón. Sólo podemos ser felices compartiendo con los hermanos y
hermanas la gracia recibida, que el Señor nos regala día tras día.
Queridos jóvenes, no tengan miedo de
compartir con todos la esperanza y la alegría de Cristo Resucitado. La chispa
que se ha encendido en ustedes, cuídenla, pero al mismo tiempo dónenla: se
darán cuenta de que crecerá. No podemos guardar la esperanza cristiana sólo
para nosotros mismos, como un bonito sentimiento, porque está destinada a
todos. Acérquense en particular a aquellos de sus amigos que aparentemente
sonríen, pero que por dentro lloran, pobres de esperanza. No se dejen contagiar
por la indiferencia y el individualismo. Permanezcan abiertos, como canales por
los que la esperanza de Cristo pueda fluir y difundirse en los ambientes donde
viven.
«Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él
es la más hermosa juventud de este mundo» (Exhort. ap. Christus
vivit, 1). Así les escribí hace casi cinco años, después del Sínodo
de los Jóvenes. Los invito a todos, especialmente a quienes están comprometidos
en la pastoral juvenil, a tomar de nuevo en sus manos el Documento Final de
2018 y la Exhortación apostólica Christus vivit. Ha llegado el
momento de hacer juntos un balance y trabajar con esperanza por la plena
aplicación de aquel inolvidable Sínodo.
Encomendemos toda nuestra vida a
María, Madre de la Esperanza. Ella nos enseña a llevar en nosotros a Jesús,
nuestra alegría y esperanza, y a darlo a los demás. Buen camino, queridos
jóvenes. Los bendigo y los acompaño con la oración. Y, por favor, ustedes
también recen por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 9 de
noviembre de 2023, Fiesta de la Dedicación de la Basílica Lateranense.
FRANCISCO
Fuente: ACI
Prensa